La vela se prendió fuego mientras hacíamos nuestra salida triunfal.
Con tantas personas ahí, habría sido una locura intentar apagar el fuego. Pero ni siquiera tuve tiempo para reaccionar, pues nuestra tripulante más joven, a quien habíamos dado el nombre de Colibrí, pensó más rápido que yo. Era apenas audible, pero habría reconocido un hechizo en cualquier parte, y cuando el fuego comenzó a chispear en una manera extraña, tuve que hacer algo antes de que todos pudieran darse cuenta de que teníamos una bruja a bordo, ya que las llamas, aunque cubiertas por el humo negro, estaban moviéndose de una manera muy poco natural.
Comencé a amasar con las manos a un ritmo apabullante, rogando que la bomba de humo no se disipara pronto. El viento marino no ayudaba, y tuve que agacharme para que nadie me viera en caso de que el cielo se aclarara. Logré configurar una ola lo suficientemente grande como para alcanzar la vela; nos arremetió como un verdadero maremoto, haciendo que las chicas con cuerpos más pequeños cayeran de bruces al suelo aplastadas por la fuerza del agua. Rogué que Tenca hubiera sido lo suficientemente rápida para sujetar a nuestro Mirlo, pues ya estaba herido y lo último que necesitaba era una nueva contusión.
A nuestras espaldas, los policías comprados por el Barón gritaban y nos insultaban, pero sus gruñidos apenas nos alcanzaban con los oídos llenos de agua y el corazón saliéndosenos por la boca. No debían ser hombres de mar, pues no hicieron ademán de seguirnos por esa vía. Esa es la diferencia entre la gente como ustedes y la gente como nosotras, pensé. Lo desconocido no es algo que nos asuste. Golondrina vino a mí, empapada de pies a cabeza, con la pluma de su sombrero enredada en los aretes de su oreja. Su parche había desaparecido, aunque no sabía si aquello había sido adrede o un accidente, aunque el resultado era el mismo: su ojo de zafiro me miraba fijamente como un peso muerto, y su larga cicatriz brillaba revitalizada por el agua de mar.
Era extraño verla así, sin la mitad del rostro cubierto. Por supuesto, yo había estado allí cuando había perdido el ojo en una pelea de bar, la había conocido con su moreno rostro intacto, con ambos ojos negros donde debían estar, pero con el tiempo, me acostumbré a la visión de ella con ese aire de misterio que le otorgaba el desvencijado parche. Debía admitir que hacerse con el ojo del Vampiro había sido una buena jugada; a pesar de saber que era la misma de siempre, su nueva mirada me dejaba gélida.
—Codorniz —me llamó—. ¿Qué fue eso?
Su tono de voz denotaba que lo que realmente estaba tratando de decir era ¿Qué mierda fue eso? ¿Estás demente?, pero también gracias.
—Esa chica —indiqué—. Colibrí. Si no actuaba rápido, nos habrían descubierto.
Golondrina hizo una mueca casi imperceptible. Era su expresión habitual cuando se encontraba ante un problema sin resolver, o cuando se daba cuenta que había metido la pata. Ambas cosas eran ciertas en este caso, pero no la presioné. A nuestro alrededor, la nueva tripulación se ponía de pie a la vez que se cercioraban de que todas se encontraran en una pieza.
—¿Están todas bien? —pregunté, elevando la voz sobre la marea.
Algunas asintieron mientras otras chequeaban el movimiento de sus extremidades. Las más duras estaban ya revisando los daños que había sufrido la nave, mientras una pareja de gemelas, que habían recibido los nombres de Canario y Jilguero por sus voces agudas, comenzaban a dar vueltas para tratar las heridas de aquellas que habían sido alcanzadas en batalla. Negué con la cabeza. No podía creer que aquella locura estaba funcionando, y mucho menos que hubiera aceptado seguir a Golondrina a las infinidades del mar sólo por apoyarla en su locura. Estaba tan perdida en mis pensamientos que me tardé un rato en recordar que Mirlo estaba herida. La encontré en el camarote que habíamos destinado a cuidados médicos y lavado de ropa, tirada sobre un colchón de paja junto a Gaviota, quien parecía haber sido apuñalada en el hombro. Tenca limpiaba las heridas de ambas con una delicadeza que parecía imposible para alguien de su tamaño, pero sabía que necesitaríamos a alguna de las gemelas, quienes realmente tenían conocimientos médicos, si queríamos que se recuperaran como debía ser.
Estaba por ponerme a ayudar a atender a Gaviota cuando escuché el inequívoco carraspeo de mi mejor amiga a mis espaldas. Golondrina me esperaba en el marco de la puerta con una pequeña Colibrí detrás. La niña parecía al borde de las lágrimas, mientras Lechuza, la astrónoma que la había arrastrado con ella a altamar lucía un entrecejo tan fruncido que sus marcas de expresión proyectaban sombras.
—¿Qué le hiciste? —le reclamé.
—Nada —apuró a defenderse la capitana—. Ya estaba así cuando la encontré. Creo que necesitas hablar con ella, a solas.
—No la van a apartar de mi lado —dijo Lechuza en un tono inamovible. Me parecía que esta discusión ya había tenido lugar, y Golondrina, como nunca, no había sido capaz de ganarla.
—Estará bien —probé yo misma—. Pero creo que hay ciertas cosas que debemos hablar en privado.
—Todo lo que tenga relación con mi nieta, pasa por mí primero —sentenció la mujer, y supe que era una batalla perdida.
Golondrina me regaló una mirada de aliento. Era buena con los niños, y aunque ya había entrado en la adolescencia, la pequeña Colibrí lucía en ese momento tan desamparada y asustada como una. Sin embargo, era Lechuza quien me preocupaba; la brujería era algo penalizado con la muerte, y aunque ni Golondrina ni yo teníamos dudas sobre la magia dentro de la niña, no estaba segura de querer compartir mi secreto con una mujer que acababa de conocer. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer para que confiara en mí? Si íbamos a tener una segunda bruja a bordo esta debía comportarse absolutamente bajo mis reglas, y si Lechuza no estaba de acuerdo con eso, se convertiría en un problema difícil de manejar.