Por el lado bueno, Codorniz no estaba allí para decirme ‘te lo dije’.
Por el lado malo, Codorniz no estaba allí para decirme ‘te lo dije’.
Y vaya si me lo había dicho, varias noches en mi camarote, advirtiéndome que su magia no era suficiente como para plantarle cara a un cardumen de sirenas. Y yo no la había escuchado, porque nuestra bandera estaba lista, y por lo tanto, estábamos listas para saquear. Un enorme esqueleto de ave rodeado de espinas y rosas decoraba el mástil del Queltehue y le avisaba a las otras embarcaciones que los problemas estaban al llegar.
Me había obsesionado con cada pequeño detalle: los cañones trabajaban a su máxima capacidad, las velas habían sido decoradas con franjas rojas, la cubierta brillaba y mi tripulación entrenaba en combate cuerpo a cuerpo todos los días con ayuda de Tenca y Mirlo, mis dos mejores luchadoras. Estaba tan preparada para el enfrentamiento con otro barco, tan lista para tocar el oro y mandar a una nave enemiga a las profundidades del mar que me había embriagado con mi propio deseo y un tanto de whisky. Las sirenas eran la menor de mis preocupaciones; en el fondo, creía que habrían desaparecido hace años, sin nadie de quien alimentarse. En el peor de los casos nos encontraríamos con un cardumen tan hambriento y débil que ya ni siquiera podrían cantar.
Pero no hay nada más peligroso que una bestia famélica, y yo las había subestimado, poniendo en peligro a mi tripulación. A mi familia.
Mi respiración se desbocó cuando vi a las muchachas lanzarse por la borda hacia las fauces de aquellos monstruos. Su canción, dulce y melódica, no hacía nada para ocultar su horripilante naturaleza, pero mis mujeres las miraban como si jamás hubieran visto algo tan maravilloso. Intenté detenerlas gritando y tironeando, pero o me hacían a un lado o simplemente mis palabras pasaban sin hacer ningún ruido desde un oído al otro. Cuando vi a Mirlo, el último a bordo, dejarse caer al agua, supe que era demasiado tarde. Pero entonces ocurrió algo extraño, en vez de engatusarla, las asquerosas criaturas lo rechazaron. Mientras el resto del cardumen guiaba a mi tripulación hacia el horizonte, las tres sirenas que rodeaban a Mirlo se lo pasaban como un trozo de queso podrido de acá para allá, hasta que una de ellas lo hundió y este no volvió a salir.
Tan pronto como las bestias siguieron a su grupo, me lancé al agua tras él.
El agua estaba tan helada que los músculos se me entumecieron, y la sal me hizo daño en los ojos cuando los abrí bajo el agua para buscar a nuestro pequeño. Por suerte, su cabello verde y su ropa llamativa parecían brillar en la penumbra marina, y me dirigí por él a mi máxima capacidad. Estaba inconsciente cuando lo saqué a la superficie, pero comenzó a vomitar agua casi de inmediato. Sabía que tenía que subirlo a cubierta, o terminaría ahogándose con sus propias arcadas.
Aunque Mirlo pesaba casi lo mismo que el pajarito que le daba su nombre, yo no era fuerte como Tenca, y el agua hacía que sus ropas llegaran a duplicar su peso. Como pude lo ayudé a subir por la escalerilla; era un buen trepador en circunstancias normales, pero en ese momento apenas se podía el cuerpo, y tuve que hacer un gran esfuerzo para ponerlo a salvo. Su camiseta estaba rota y también lo estaban las vendas que ya no lo comprimían. Terminé de quitárselas para que pudiera respirar mejor, y entonces volvió a toser tanta agua que parecía que se hubiese tragado el mar entero.
—¿Estás bien? —le pregunté, dándole palmadas en la espalda para que sacara toda la porquería que tenía dentro.
—Lo estaré —me aseguró, pero su voz estaba rasposa, como si se hubiera herido la garganta de tanto devolver.
—Bien —dije, poniéndome de pie. Me habría gustado dejarlo descansar, pero no había tiempo para eso—. Tenemos que ir tras ellas. Ve por tus vendas y luego prepara el bote. Trataré de acercarnos a las sirenas.
Mirlo asintió sin chistar. Esa era la mejor cualidad de mi familia; algunas de ellas podían ser holgazanas o atrevidas, pero ninguna dudaba un segundo en saltar a la acción cuando otra estaba en peligro.
—Dirígete al islote —me dijo con seguridad, pero no tenía idea de qué estaba hablando. Allí no había nada más que mar—. ¿Qué? ¿No lo ves? Sabes qué, olvídalo, está más adelante, supongo que tus ojos lo captarán el camino.
El chico tenía problemas comprendiendo que la gente no podía ver lo mismo que él, ya fueran objetos a la lejanía, personas muertas o energía mágica, parecía no comprender que tenía una visión fuera de las capacidades normales, y se frustraba rápido cuando quería mostrar algo que nadie más tenía la capacidad de percibir. A veces se me olvidaba que tan sólo tenía dieciocho años, y lo solitario que puede parecer el mundo a esa edad. Le di una palmada en el trasero para que se diera prisa, y desapareció bajo cubierta como un ratón escurridizo, tosiendo todavía por el camino.
Por mi parte, me dirigí al timón. Gaviota, nuestra timonel, me había enseñado cómo usarlo durante los días que habíamos permanecido en altamar. Aunque no tenía suficiente experiencia, el viento estaba de nuestro lado, y eso tendría que ser suficiente.
Mirlo subió al cabo de un rato con una camiseta nueva y con la expresión algo recompuesta. Su rostro normalmente moreno seguía algo grisáceo y la herida de la cabeza se le había vuelto a abrir, pero más allá de eso, se veía bien y en una sola pieza, que era lo que importaba, y lo que esperaba poder decir de toda mi tripulación cuando la recuperara. Porque lo haría. Nadie me quitaba algo y me dejaba con las manos vacías. Simplemente no funcionaba de ese modo.