Colibrí había aceptado a regañadientes utilizar su magia para lanzar dagas y machetes, el problema era que, aunque decía que estaba dispuesta a hacerlo, su magia se negaba a cooperar, pues en el fondo ella no quería hacerlo.
Tenca tuvo una paciencia infinita, pues por mi parte, me habría dado por vencida al poco rato de intentar hacer que pudiera levantar más de una daga a la vez. La grandota seguía animándola y tranquilizándola, mientras yo hervía de impaciencia, mordiéndome la lengua para no decirle que ya se dejase de juegos, que sabía perfectamente que podía hacerlo mejor. El problema, por lo que alcancé a descubrir antes de que Golondrina nos enviara a dormir, era que ella misma no lo sabía. Era muy inestable e insegura, y eso jamás era bueno para la magia.
Por eso, luego de dormir unas escasas horas, me levanté al alba para ir a buscarla al camarote común. Jilguero, Gaviota y Lechuza dormían a pierna suelta, pero Colibrí estaba ya despierta, como si hubiese presentido que iría por ella. Le hice un gesto para que me siguiera, y esperé fuera a que se vistiera para llevarla a desayunar. Al despertar, sólo Tenca estaba en el camarote, por lo que asumí que Mirlo ya estaría despierta y encargándose de la comida, si es que había dormido en absoluto. Salimos a cubierta, donde Canario y Golondrina jugaban cartas sentadas junto al timón. Era difícil decidir cual de las dos parecía más cansada y tensa, así que moví a Colibrí cerca de la proa, donde la visión de aquellas dos mujeres desesperadas no le amargaría la avena con agua y miel.
Aunque había dormido poco, al parecer el descanso le había sentado bien, lucía más despierta, menos temblorosa y comía con ganas. De vez en cuando levantaba la mirada de su plato y me la dirigía como quien no quiere la cosa, y yo miraba hacia otro lado, pretendiendo que no la veía. Había tenido mucho tiempo para meditar tirada sobre mi hamaca, y me pasé un buen rato recordando las largas semanas en las que intentaba hacer que Mirlo saliera de su caparazón. No fue hasta que le di su primera arma que no se sintió lo suficientemente seguro como para confiar en nosotras, y estaba segura de que aquella sensación de poder sería lo que podría ayudar a Colibrí a salir del suyo también.
—Ten —dije, empujando mi plato hacia ella al ver que el suyo estaba vacío—. Termínatelo.
—Pero ¿no tienes hambre?
—Estuve bebiendo anoche —admití, pensando que aquello sería más aceptable para ella que la amabilidad—. No puedo ni mirarlo sin que me den nauseas.
—Mi abuela nunca bebe —comentó ella, llenándose la boca con mi desayuno—. Dice que nubla los sentidos.
—Pues Lechuza tiene razón. ¿Tú bebes?
La pequeña me miró horrorizada, y me recordó a Tenca cuando le hice la misma pregunta el día que llegó a nuestro sótano. Colibrí, como ella, había sido criada con reglas y cariño del duro, por supuesto que sabía que diría que no cuando lo hizo, pero me apetecía tomarle el pelo. Necesitaba que entrásemos en confianza, no serviría de nada que sintiera esa reverencia inútil por mí; si queríamos poder trabajar juntas, tendría que verme como a una igual.
—Pues haces bien —le dije cuando negó con la cabeza—. Es mala idea hacerlo en un barco. Todo se mueve el doble.
—Sé lo que estás haciendo —me acusó de pronto, aunque su expresión denotaba más resentimiento que su voz—. Quieres que confíe en ti para que pueda usar mi magia.
La examiné con cuidado. Aquella apariencia inocente que tenía era tan sólo eso, una máscara, una fachada como los músculos de Tenca, que contenían su dulzura dentro, o el rostro sin expresión de Golondrina, que escondían su pasión y su férrea necesidad de protegernos. Me di cuenta entonces de que Colibrí, si bien era joven, ya no era una niña. No en realidad. No con las cosas que había vivido antes de venir aquí, y quizás nunca lo había sido, así como la gran mayoría de la tripulación había crecido demasiado rápido como para notarlo si quiera.
—Te diré qué —propuse—. Desde ahora te diré todo tal y como es, pero tú me harás caso apenas te de una orden, y aunque no puedo obligarte a confiar en mí, actuarás como si lo hicieras en todo momento.
La niña lanzó una mirada disimulada hacia donde estaba Golondrina, posiblemente recordando sus palabras de la noche anterior. Su expresión denostaba todo menos seguridad, pero aún así me ofreció su mano.
—Hecho.
Nos sentamos a comer en silencio, mirando el océano. A lo lejos, una enorme ballena jorobada rompía la superficie para respirar. Una pequeña parte de mí se emocionó con la visión, pero la otra, la que predominaba, estaba demasiado apagada como para que me importase realmente. Aún así, se la señalé a Colibrí para que mirase, pensando que quizás la animaría. No me esperaba que se encogiera de hombros, ni tampoco la cara agria que puso un segundo después.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿No te gustan las ballenas?
—No —sentenció muy seria, pero los ojos se le habían puesto brillantes.
—¿Pasa algo? ¿Dije algo malo?
—No —volvió a decir, mirando el lugar donde había desaparecido el animal con profunda amargura.
—Puedes decírmelo —insistí.
Lo pensó un momento, pero finalmente cedió, con el rostro colorado de vergüenza.
—A ti tampoco te gustarían si tus amigos te llamaran así.