Aunque pequeña, la figura en el horizonte era definitivamente una nave. Y no cualquiera, no señor, una embarcación pirata de cabo a rabo, con su ondeante bandera negra y velas a rayas similares a las que habíamos tenido que ocultar. Me quedé esperando arriba, en mi puesto en el mástil, pues no tenía lugar en la fase inicial del plan de Golondrina. Desde allí, pude ver como escondían también a Colibrí, a quien habíamos decidido proteger de las miradas lascivas de los hombres del mar. Por lo demás, la expectación que se sentía en la cubierta subía hasta donde me encontraba, logrando que me sintiera parte de todo a pesar de no estar directamente involucrado. Mientras Gaviota timoneaba, Codorniz terminaba de arreglarse a ella y a las demás, destacando los escotes, repartiendo kohl en los ojos y pintando los labios de rojo y negro. Desde la cima, se parecían más a las chicas que conocía, en contraste con los fantasmas que habían sido los últimos días. A excepción de Tenca, claro, que lucía tan incómoda que le ahorré la vergüenza apartando la mirada.
Al cabo de unos cuarenta minutos, nuestro encuentro con la embarcación enemiga se hizo inminente. El mascarón de proa consistía en una horrorosa arpía tallada bruscamente en la madera, de tal forma que pareciera que el monstruo intentaba escapar de un confinamiento eterno en el estómago del barco. Era amenazante, y por supuesto, lograba su cometido. Por nuestro lado, el Queltehue, que no había sido pensado como una nave pirata en sus inicios, tenía por mascarón una estrella fugaz, labrada con cuidado y delicadeza. Una fuerza que parecía ser delicada y bella, pero que escondía una capacidad destructiva a la que una simple arpía no se podía comparar. Además de aquel simbolismo que acababa de inventarme, otra ventaja del mascarón era que nos ayudaba a pasar desapercibidas como un barco comerciante, por lo que cuando nuestras naves estuvieron una al lado de la otra y los piratas estiraron la plancha para hacerse con nuestra mercancía tal y cómo lo habíamos previsto.
Un hombre corpulento fue el primero en cruzar. Llevaba un parche sobre el ojo, como lo había hecho Golondrina, y una enorme cicatriz le deformaba la boca. Cojeaba de un lado, aunque todavía conservaba la extremidad, y su barba, decorada con conchas y estrellas de mar, colgaba tan larga y frondosa que debía sujetársela con el cinturón. Tras él venían trillizos, tres veces malditos, tres veces amenazantes, cada uno portando una espada diferente, que era lo único que los diferenciaba. En el barco, expectantes, se encontraba el resto de su tripulación.
Golondrina adoptó su mejor pose de derrotada, con la pluma del sombrero caída y los hombros juntos, como si le pesaran. Conocía muy bien ese acto, que usaba para sacarnos de problemas cuando éramos jóvenes y todavía podíamos inspirar un poco de ternura. Se había vuelto a poner su parche, pues no era prudente que los aterrara portando el ojo del Vampiro, y lucía como un cachorrito que se había quedado fuera durante una tormenta. A su lado, Codorniz lloraba a rienda suelta, haciendo un esfuerzo porque sus pechos se movieran de sobremanera cada vez que soltaba un hipido. Como una imagen espejo, el resto de nuestra -escueta- tripulación esperaba tras ellas, sosteniéndose las unas a las otras como si la tristeza les impidiera mantenerse de pie.
—¡Capitán! —lloró Codorniz echándosele encima. Tuve que ahogar una risa—. ¡Gracias a Dios que están aquí! ¿No es maravilloso, chicas? ¡Estos hombres han venido en nuestra ayuda!
El hombre retrocedió levemente, claramente sorprendido de no haber causado el impacto al que estaba acostumbrado. Aun así, se repuso rápidamente, y abrazó a Codorniz para consolarla, poniendo su mano un poco demasiado abajo de su cintura. Me encontré a mi mismo hirviendo de rabia, pues sabía lo incómoda que debía estar mi novia, y nuevamente me obligué a quedarme escondido donde estaba, para no arruinar nada. Golondrina apartó a su amiga con cuidado, fingiendo una angustia que no sentía, y le hizo una señal al capitán para que se acercase. Con un nudo en la garganta que hasta yo podía sentir, le contó nuestras desventuras. El pirata escuchaba con atención, asintiendo en los momentos correctos y mostrando compasión. No se podía saber quién era el mayor impostor, pero el asunto se estaba llevando con cordialidad por el momento, y sólo podíamos rezar para que se mantuviese así.
Agudicé el oído, pero las palabras del pirata se me escapaban. Con la boca en el estado en que la tenía era difícil distinguir un sonido del otro, y el diálogo con Golondrina me llegaba únicamente a medias. Tenía la voz quebrada y temblorosa, le prometió la mitad de la carga si podía ayudarla a recuperar a su gente, pues aseguraba que para nuestro pueblo era más importante que regresáramos sanos y salvos que las riquezas que nuestro comercio pudiera generar, aunque no falló en hacer hincapié en lo pobre que se había vuelto la zona en los últimos años. El capitán pretendía sentir compasión, pero su nave irradiaba muerte. Asesinatos violentos habían sido cometidos allí, no en combate, de manera justa, sino algo mucho más siniestro y oculto. De no haber sido porque realmente los necesitábamos, le habría aconsejado a Golondrina que esperásemos por otro barco, el gran problema claro, era que no teníamos tiempo que perder.
El capitán entonces le ofreció la mano a nuestra jefa y le palmeó la espalda con cuidado. Golondrina le regaló su mejor expresión de alivio, y el hombre debía de creerla extremadamente tonta, pues parecía satisfecho. Le hizo un gesto a sus hombres para que cruzaran al Queltehue y ellos obedecieron encantados. Las tripulantes los saludaron encantados, entrelazando sus brazos con los de ellos y contándoles prontamente aquello que aquejaba sus corazones. Los hombres hincharon el pecho, orgullosos de la hazaña de su capitán, desde ya saboreando su recompensa; al final de todo aquello, tendrían nuestro tesoro y a las mujeres.