En aquella ocasión no fue Mirlo el primero en ver venir lo que se avecinaba. Estaba demasiado cansado como para fijarse, y su permanente estado de alerta se había desvanecido. En cambio, fue Lechuza quien se apartó delicadamente del abrazo de aquel pirata para informarle a Golondrina que una tormenta venía hacia nosotros. Yo estaba junto a ellas, sentada sobre las piernas de un chiquillo que no sería mucho mayor que Colibrí, sintiéndome inmoral por dejar que me toquetease de esa manera siendo tan joven, aunque a él no parecía molestarle en absoluto.
El cielo estaba todavía despejado, pero el mar se movía de maneras extrañas, y las aves ya no volaban sobre el Queltehue. No sé si habrá sido su habilidad para ver el futuro en las nubes o si simplemente sabía interpretar los signos mejor que nosotras y los hombres que apenas se sostenían por la borrachera, pero a las pocas horas cayó sobre nuestro barco la inclemencia del clima, primero lentamente y luego todo de una vez.
De un segundo a otro el agua que caía del cielo era equivalente a la que teníamos bajo los pies, como si el océano se hubiera volteado y hubiésemos acabado hundiéndonos en él. Golondrina y Lechuza corrieron en ayuda de Gaviota, que estaba timoneando sola, mientras las gemelas, Tenca y yo seguíamos en los brazos de los hombres mostrándoles un miedo que en ese momento no estaba segura de si era fingido o no. Era impresionante lo mucho que se aferraban a nuestros cuerpos, aún cuando el chapuzón apenas los dejaba mantener los ojos abiertos por demasiado tiempo. El Necro nos seguía la pista sin ningún tipo de dificultad, como si todo aquel escándalo no les afectara en absoluto. ¿Sería la experiencia o habría algo más por descubrir?
Sobre nuestras cabezas rompió el primer rayo. Y Canario saltó de su lugar sobre las piernas de un pirata desgarbado y sucio. Su hermana se levantó casi con igual rapidez, no debido al miedo, sino para protegerla. Ahuecó la cabeza de su gemelo en su hombro y la consoló mientras le tapaba los oídos, intentando sentarla, pues estar de pie se volvía cada vez más difícil.
—Vamos bajo cubierta —le propuse al hombre que tenía su mano bien agarrada bajo mis senos—. Allí podemos seguir disfrutando.
—¿Por qué? ¿Es que les da miedo un chapuzón?
El chapuzón no, pues en el sur del mundo eran comunes, pero ¿estar en medio del mar dentro de una tormenta? Pues eso naturalmente no nos tenía para nada contentas. Apuré un trago de ron y luego otro, y habría terminado con la botella de no haber sido porque aquel tipo me la arrebató para darla por finalizada él mismo. A mi lado, Canario seguía lloriqueando, y los piratas a quienes habían estado atendiendo se congregaron alrededor de mí y Tenca, dejando a las gemelas olvidadas a su suerte. Con el rabillo del ojo pude notar como mi novia tenía la mirada fija en el barco que nos sucedía, en el cuál no parecía haber nadie sobre cubierta. ¿Acaso era eso lo que debíamos hacer? ¿Estábamos cometiendo un error al quedarnos allí arriba?
Cuando los truenos y el viento se intensificaron, Mirlo y Colibrí aparecieron desde la bodega. Él parecía algo más compuesto, ella, adolorida. Sólo entonces se me ocurrió que había estado usando su magia para mantenernos a flote, algo que yo debería de haber hecho desde el principio. Me puse de pie de inmediato, lista para tomar a Colibrí y volver bajo cubierta, donde podría ayudarla sin ser vistas. Al mismo tiempo, Tenca, que apenas podía mantenerse de pie sin tener arcadas, corrió a auxiliar a Mirlo, quien intentaba volver a amarrar las velas que se habían salido de control. Llamaban a los gritos a Canario, pero ella no quería soltar a su hermana por nada del mundo, así que las separé y le hice un gesto para decirle que yo me haría cargo. Las tomé a ambas, Jilguero y Colibrí, y corrí con ellas escaleras abajo.
Aunque podrían haber sido útiles para las chicas arriba o cuidando su propia nave, los piratas nos siguieron. Ya ni siquiera podía decirse que el asunto olía mal; sino que era derechamente fétido. Aun así, me di cuenta del peligro demasiado tarde. Apenas estuvimos en la bodega los hombres nos empujaron hacia adentro, y antes de que pudiéramos reaccionar, tomaron simultáneamente sus porras y nos golpearon en la cabeza.
—Codorniz, oye —alguien me llamaba, pero aunque se trataba de una voz conocida, no era capaz de distinguirla. Mi cráneo parecía seguir retumbando, y lo único que quería era mantener los ojos cerrados, pero la voz seguía insistiendo—. Codorniz, te necesito.
El Queltehue se sacudía furioso, tanto que sentía como mis interiores se removían con el caótico vaivén de las olas. Los truenos sonaban dentro de la bodega como el eco de un gigante en su cueva, y yo sólo podía pensar en Golondrina, Tenca y Mirlo intentando contener la tormenta allá arriba, ahora sin la ayuda de la magia de Colibrí, cuyo peso muerto sentía sobre mi cuerpo. Me obligué a abrir los ojos, pero el lugar estaba tan negro como la noche y no fue de ninguna utilidad. Finalmente algo de claridad vino a mi mente, y recordé que me encontraba con Jilguero, a quien debería haber reconocido por el temor en su voz a causa de la tormenta.
—¿Estás bien?
—Estoy sangrando, así que no será un golpe con secuelas graves —me tranquilizó, y deseé que ese también fuera el caso de la pequeña Colibrí—. Escucha, necesito que dupliques la daga que traigo encima, debo poder atacar a ambos a la vez.
—¿D-duplicar? —balbuceé. No acostumbraba a responder de ese modo, pero en ese momento no podía hacer nada por esconder mi nerviosismo—. No sé como podría hacer eso, es decir, no entiendo qué-