Me giré en dirección a Lechuza en busca de respuestas, pero su expresión me decía que estaba tan sorprendida como yo. Al parecer, no había nada en el cielo que indicara que las horas estaban moviéndose más rápido, ni tampoco algo en el aire que nos diera ninguna pista de que el tiempo se hubiese acelerado. Las sirenas simplemente habían decidido aparecer cuando aún quedaba media jornada para dar por perdido nuestro trato, y por mucho que lo deseara, no parecía que su viaje hasta el Queltehue fuera para escoltarnos de forma segura hasta el roquerío.
Desesperada y sin un plan, les grité tan fuerte como pude a las tres tripulantes restantes que desertaran en su intento de frenar al monstruo. Debían lanzarse cuanto antes al mar y alcanzar los botes salvavidas, o sería demasiado tarde. El problema era que no me oían sobre todo aquel escándalo, y no encontraba la forma de llamar su atención. Mientras buscaba algo que pudiera usar, sentí como una mano rápida y ligera se adueñaba de mi revólver. Mirlo se puso a disparar, una, dos, tres veces, las suficientes como para que aquellas municiones rompieran la barrera del sonido y no sólo hicieran a Codorniz y las demás mirar en nuestra dirección, sino que también provocasen que la bestia perdiera la concentración. El daño que le habían provocado los cañones al calamar en el cuerpo parecían pasarle desapercibidos, no así los balazos que el más joven de mis Pajarracas había logrado clavarle cerca de la cuenca del ojo. Allí, en ese pozo negro aparentemente vacío, pude atisbar el comienzo de una revolución.
La cuenca había comenzado a llenarse de algo similar al humo, pero cuyo movimiento imitaba al agua. Si miraba con cuidado, parecía que aquello que había dentro no era una sino varias cosas que se peleaban entre sí, girando y forcejeando cada vez con más furia. El efecto resultaba hipnotizante, creando rostros agónicos donde no debería haberlos, haciendo que los sesos dentro de mi cabeza vieran cosas que no estaban allí. El mundo parecía haberse detenido, y sólo volvió a ponerse en marcha en el momento en que los cuerpos de Codorniz, Colibrí y Lechuza rompieron el sello del agua. El chapuzón nos trajo de nuevo a la vida, a mí, al calamar y al resto de la tripulación. La bestia recordó que necesitaba alimentarse, y nosotras que no queríamos ser el alimento.
Como imitando la velocidad de la bestia para reaccionar, Tenca levantó su precioso machete y se lo arrojó a la bestia en el momento preciso en el que esta se espabilaba. El filo dio de lleno contra su único ojo, y el chillido de dolor de Mirlo enmudeció incluso a la voz del mar. Las sirenas, que se encontraban cada vez más cerca, desaparecieron bajo las olas, como si tampoco pudiesen soportar lo que sea que estaba ocurriendo, que, ante mis ojos, era absolutamente nada. La cuenca ocular de monstruo rebosaba de un líquido blanco, lechoso y apestoso, pero no veía en ello motivo para que nuestro chico más rudo se desmoronara, ni para que el cardumen retrocediera en lo que era un claro intento de saciar su hambre.
Fue entonces que me di cuenta de que, abajo, en el agua, Codorniz y Colibrí habían olvidado como moverse, mientras Lechuza gritaba por ayuda ya que no podía mantenerlas a flote ella sola. Inmediatamente, Tenca y Gaviota se lanzaron por la borda de nuestros pequeños botes a ayudarlas, pero cuando estaba por saltar, una punzada de dolor me atravesó el cráneo; el ojo del Vampiro quemaba de tal forma que apenas podía mantenerme de pie, y mi angustia hizo eco de la de Mirlo tan sólo unos segundos después. Sabía que no podía quitarme el ojo en ese momento, o terminaría muriendo de una infección de la que ninguna bruja podría libarme, pero mi cuerpo se retorcía junto al de mi Pajarraca, como si nos estuvieran hirviendo vivas, como si aquellos fueran nuestros últimos momentos.
Alguien, no estaba segura de quien, me tomó por los hombros y me ayudó a sentarme. El ardor se detuvo, pero mi ojo funcional estaba tapado en lágrimas y casi no podía ver. Por esa razón, creí que las almas en pena que se escapaban desde el interior del ojo del calamar no eran más que una mancha en mi campo visual, pero al escuchar a Mirlo gritar otra vez, supe que no se trataba de eso. Me aparté de quien me estaba conteniendo y me apresuré a abrazarlo, temblaba de forma incontrolable, como si el dolor viniese desde dentro, y tan pronto como Tenca y Codorniz subieron al bote corrieron a sujetarlo también. Sus ojos dorados se habían oscurecido por completo, imitando a la cuenca ahora rota y sangrante, pero parecía ver, pues tenía la mirada fija en el éxodo que ocurría sobre nuestras cabezas.
El calamar, herido, intentaba desesperado mantenerse a flote. Colibrí dijo algo inteligible, algo sobre su ojo, pero no podía apartar la vista de los fantasmas que navegaban el aire en dirección al Necro, sobre el cuál ahora había hombres. De todas formas y tamaños, las almas en pena escapaban de forma masiva de su prisión, pero eran atrapados nuevamente por lo que fuera que Corroído tenía en su nave maldita, aquello que no los dejaba descansar. Colibrí volvió a hablar, nuevamente algo sobre el ojo. Me obligué a mirar, y entonces vi como el negro desaparecía de su piel y su globo ocular; la bestia retomaba un color marrón natural, y su iris se volvía lentamente azul. Ya no era un monstruo, era un animal, y lo habíamos herido de muerte. Al mismo tiempo, el efecto que la criatura tenía sobre el clima desapareció, y la tormenta rompió otra vez sobre nosotras, sobre el Necro, el Queltehue en ruinas, y el cardumen de sirenas que había vuelto a emerger desde el mar.
—¡Al Necro! —ordené, y aunque estaba claro que nadie quería seguir mis órdenes, la tripulación lo hizo de todas formas.