Al Arrastre de las Olas

#17 [Codorniz]

El calamar, herido como estaba, se levantó desde su lecho de muerte pronta para ayudarnos. Comprobé con alivio que aún quedaba vida dentro de él, pues una cosa era movilizar un cuerpo viviente, y otra muy diferente el poner en marcha a los muertos, por muy impresionante que fuese la primera. Colibrí exhumaba odio con tal intensidad que casi podía sentirse de forma física. Tenca me había apartado automáticamente de su camino, pues la niña no parecía percibir sus alrededores, y con tal poder desatado, no se sabía lo que podía pasar.

El cadáver demasiado fresco de Lechuza cayó sobre el suelo del barco, hundiéndose en la pequeña poza sobre el fondo, ahogándose con la rauda lluvia que nadie se molestaba en apartar de sus rostro. Podía ver el excesivo dolor que Colibrí sentía en sus facciones retorcidas; el dolor de la magia y la perdida de su abuela dejaría marcas imborrables en su rostro, pues ninguna cara puede contorsionarse de ese modo sin sufrir consecuencias permanentes.

Las sirenas se apartaron del camino de la bestia reanimada y nosotras hicimos lo propio. Con un sólo golpe de sus tentáculos, el calamar partió en dos los grandes mástiles del Necro, pero Corroído, o más bien la silueta que podíamos ver de él allá arriba, ni siquiera se inmutó.

Mirlo tenía la mirada fija en la cubierta, como si ni siquiera hubiese notado el arrebato de nuestra tripulante más joven, o más bien como si no pudiera permitirse notarlo. El animal tomó entonces uno de los mástiles caídos y arremetió contra el Necro usándolo como si fuera una espada. Colibrí jadeaba por el esfuerzo, y yo no poseía el talento suficiente como para ayudarla, por lo que resultaba tan inútil como las demás en ese momento. Mirlo se irguió de repente, sorprendido por algo que había visto. Adoptó una mueca similar a la de Colibrí; retorcida, adolorida y aterrorizada. Aquella era la cara que el chico no mostraba jamás. Un escalofrío me recorrió la espalda de tan solo verlo; nada bueno podía suceder a esa mirada.

—Tenemos que subir —exclamó, pero lo hizo sin fuerza, con la voz ahogada.

—¿Qué hay ahí arriba, Mirlo? —preguntó Golondrina. Fue la sirena quien respondió.

—Reconstruidos —dijo simplemente. No necesitaba añadir nada más.

La angustia me hizo un nudo en el estómago tan sólo al escuchar aquello. Tomé entre mis brazos a Colibrí, quien se había detenido, dejando morir al calamar ante el sonido de esa palabra. Las sirenas se veían profundamente arrepentidas de haber dejado su roquerío, pero cuando Mirlo insistió gritando ‘¡Rápido!’, las carnívoras del mar no lo hicieron esperar. En contra de su dignidad, empujaron nuestros botes a una velocidad vertiginosa hasta que nos encontramos al pie de la nave maldita. La tormenta estaba cesando, y comenzaba a sentirse un olor desagradable a azafrán y canela. Era el olor de la muerte y todas lo sabíamos; Mirlo lo había descrito para nosotras.

Con las manos temblorosas nos pusimos en marcha, trepando por las laderas desgastadas de un navío que parecía no tener fin en dirección al cielo. Aunque hubiéramos querido dejarla descansar, Colibrí subió con nosotras; el sudor en sus dedos apenas la dejaba avanzar, y volteaba constantemente a mirar el cuerpo de Lechuza, que debimos abandonar a merced de las sirenas. La obligué a voltearse y la empujé hacia arriba. Tan pronto como dejó de mirar, el cardumen se abalanzó sobre nuestra astrónoma.

Me obligué a seguir subiendo, evitando a toda costa que la pequeña bruja se diera la vuelta. No lo intentó, por lo demás; el sonido de sus colmillos desgarrando y sus gargantas tragando era audible hasta donde nos encontrábamos. Temí que la chiquilla fuera a soltarse, así que le di un pequeño empujón con mi magia, un poco de fuerza robada directamente de mis muñecas a las suyas, que apenas le sostenían el cuerpo pesado, triste, y poco acostumbrado a la acción. Tenca llegó arriba la primera y ayudó a Colibrí a subir, después de que la niña desapareciera de mi vista mi novia no volvió a asomarse para ayudar a las demás, así como tampoco lo hizo ninguna de las tripulantes al pisar la cubierta del Necro. Me sorprendió, especialmente de la grandota, quien siempre era extremadamente amable, y me apresuré a llegar arriba presa del miedo de que alguien o algo las hubiera atrapado. Pero no, estaban libres, de pie por sus propios medios. Inmóviles como piedras miraban las monstruosidades que se estaban formando frente a sus ojos.

Había oído las leyendas, pero ver a los Reconstruidos frente a frente era algo para lo que definitivamente no estaba preparada. Mirlo, que era especialmente sensible a la muerte y sus artimañas, sudaba copiosamente mientras su cuerpo se sacudía, pero al igual que todas las demás, no le quitaba la vista a los hombres de ceniza. Golondrina y Tenca se situaron tras él para sujetarlo si se caía, pero ¿quién las sujetaría a ellas? Mis propias piernas fallaban, y sentía como mi magia se apagaba ante la visión de los humanoides creados con restos quemados de lo que habían sido. Colibrí, a mi lado, tomó mi mano para tratar de tranquilizarse. Fue el crujido del suelo los que nos volvió a tierra.

Después de pasar un par de días entre sus manos cubiertas de piñén y su aliento a animales muertos, no creí que fuera posible que Corroído fuera más desagradable, pero claramente había subestimado sus capacidades. La ceniza que seguía cayendo como un torrente desde una de las caracolas se había pegado a su cuerpo, parecía que le hacía daño, pues el olor de la piel quemada era casi tan potente como el de la canela y el azafrán, además de que se retorcía sobre sí mismo, aunque no estaba segura de si era debido a la agonía o simplemente a su demencia.




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