Al Arrastre de las Olas

#19 [Mirlo]

Después de toda la mierda que habíamos pasado, cantar para que el alma de Lechuza me había dado paz. No demasiada, ya que Colibrí y Codorniz estaban llevando a cabo un conjuro allí mismo, y la magia, tanto como la muerte, me afectaba en formas que no alcanzaba a comprender. Pero paz al fin y al cabo. La suficiente como para no volverme loco, pues ya sentía que se me estaba yendo un poco la cabeza. Lo único que sabía en ese momento era que si volvía a oler canela vomitaría como Tenca sin su poción contra las náuseas, y que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a usar la especia en el desayuno de la tripulación.

La niña, Colibrí, se quedó sobre el mascarón por varias horas. A veces sollozaba, a veces murmuraba cosas, pero jamás levantó la vista. Se veía que no le interesaba lo que pasaba a su alrededor, no le importaba si llegábamos a tiempo al islote de las sirenas, le traía sin cuidado si lo lográbamos o no. ¿Y quién podía culparla? Su abuela, intentando salvarla, la había sacado de la ciudad de Cascabel para que no la persiguieran por ser una bruja, pero había terminado perdiéndolo todo. Había acabado en el mar con un grupo de extrañas en quienes todavía no terminaba de confiar, si es que alguna vez llegaba a hacerlo.

El resto de la tripulación la dejó en paz, incluida Codorniz, quién se retiró a descansar en compañía de Tenca. Golondrina no estaba por ninguna parte, pero conociéndola, debía de estar revisando las reservas del barco; si es que había algo que nos servía, si es que Corroído tenía algún tesoro. Las demás, Jilguero y Canario, le hacían compañía a Gaviota en el timón; se habían negado a descansar, alegando que debíamos estar alerta por si alguna otra cosa se nos acercaba bajo el manto de la noche. Por suerte, el mar parecía pensar que habíamos pasado la prueba, y navegamos tranquilas, con el viento a nuestro favor, por el resto de la noche.

En algún momento decidí que Colibrí había tenido demasiado y le llevé una sábana sucia y una botella de vino de manzana. Era lo más dulce que había encontrado en la despensa, y la sábana lo más decente que había para cubrirse. No reaccionó cuando la puse sobre sus hombros, pero sí que lo hizo cuando quise apartarme; me tomó por la camiseta y murmuró algo que no llegué a entender. Me senté junto a ella, con cuidado de no tocar a Lechuza, que ya no olía a nada y que ya no sentía dolor. Colibrí se apartó de ella por primera vez en toda la noche, enderezándose con una fuerza que no tenía y que no sabía de dónde sacar. La acuné en mi hombro. No me gustaba demasiado que me tocaran, esas eran más Tenca y Codorniz, pero supuse que era lo correcto. Además, había algo en aquella niña que me hacía querer protegerla, así como había protegido a Tenca hasta que se volvió más grande y más audaz. Colibrí, en vez de rechazar el abrazo, se acomodó y se largó a llorar.

No sabía que hacer más que acariciar su hombro con mi mano. Le tendí la botella, y esta vez no la rechazó. La bebió como quien bebe jugo en vez de vino, en parte porque no sabía que no era lo ideal, y en parte porque sospecho que sabía que aquello la aliviaría. Sus lágrimas pronto se convirtieron en hipidos, y pronto parecía que no podía controlar su pena. Desesperado sin saber que hacer, me puse a cantar otra canción. Cantar era lo único hermoso que podía hacer. No era muy bien parecido, no sabía nada de artes o maquillaje, no sabía danzar, pero sí que sabía cantar. Era lo único que agradecía haber heredado de mi madre, quien cantaba luego de un largo día de trabajo. Para ella misma, no para mí. Esa era la diferencia, yo siempre cantaba para otros.

—Cantas bien —dijo ella rompiendo el silencio.

—Pareces sorprendida —respondí yo, pretendiendo ofenderme.

—Lo estoy. Pero estoy más sorprendida de que estés aquí.

—Uff, eso dolió —reí.

—Lo siento —se disculpó, limpiándose las lágrimas que por fin habían dejado de correr—. Tan sólo no eras la primera persona que creí se preocuparía por mí.

—¿Quién, entonces?

—Nadie —confesó—. Quizás Codorniz, pero estaba agotada.

—¿Nadie? Debes estar bromeando —aseguré—. Creo que nadie ha despegado un ojo de ti desde lo que ocurrió.

—No te creo.

—Oye, aquí mentirosa es Golondrina, no yo.

Aquello la hizo guardar silencio un momento. Después de pensar un rato, me dirigió una mirada cargada de angustia.

—¿Crees que me echará?

—¿Echarte? ¿Golondrina? —aquello no tenía ningún sentido para mi—. ¿Por qué haría algo como eso?

—Porque no le sirvo. Sé perfectamente bien que estaba aquí por mi abuela, y ahora que ya no está… sé que soy una carga, no sé pelear, no estoy hecha para el mar… pero… no sé que haría sola y…

Se había largado a llorar de nuevo. Esta vez no la dejé, la aparté un poco de mi para poder mirarla bien, y le limpié las lágrimas con la sábana.

—No eres una carga —le aseguré—. Eres con mucho el miembro más valioso de la tripulación, y creo que en el fondo lo sabes. No podríamos haber hecho nada de lo que hicimos sin ti. Pero hay algo que debes saber sobre Golondrina, y quiero que me pongas mucha atención.

La niña asintió, temerosa de lo que estaba a punto de escuchar.

—El asunto este de mujer a quien nada le importa más que ella es tan solo una careta. Jamás le digas que te dije eso —le advertí—, o me mataría. Pero lo es. Golondrina nos recogió a mi y a Tenca cuando éramos apenas unas niñas. Yo sabía hacer algunas cosas útiles, como robar, pero Tenca no tenía idea de nada. Por mucho tiempo no pudo ayudar en nada a nuestra supervivencia, pero Golondrina jamás se quejó.




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