Mirlo fue el primero en avistar el islote. Para sorpresa de nadie, no había pegado ojo en toda la noche, y cuando subí a cubierta al romper el alba, estaba algo borracho mirando por el catalejo que Lechuza había dejado atrás. No se lo recriminé, no después de los días que habíamos pasado, pero de todas formas se disculpó por no estar en plena forma. No lo dijo, pero si teníamos que pelear, le tocaría duro, y yo lo sabía. Lo había pasado tan mal las últimas horas que estaba tentada a ordenarle que se quedase en el Necro cuidando de Colibrí, pero sabía que me resentiría si lo hacía, además, quería que fuéramos yo y mis tres Pajarracas quienes nos dirigiéramos en el bote hacia el roquerío.
—Ve a comer algo —le dije—. Tenemos al menos media hora de camino, y no puedo permitir que además de borracho e insomne además vayas sin alimentarte.
—Estoy bien —me aseguró. No dudaba que pudiera resistir, pero eso no significaba que estuviese bien.
—No es una pregunta.
—Sí, jefecita —sonrió, tonteando.
—Golondrina para ti —le recordé.
Entrada la madrugada recién fuimos capaces de enviar a Gaviota, Jilguero y Canario a la cama, pues no querían separarse del timón, temerosas de que no fuésemos a llegar a tiempo. Tenca fue la única capaz de convencerlas, con sus palabras suaves y gran poder de persuasión. Yo, por mi parte, la dejé hacer lo suyo, puesto que la cabeza me dolía como mil demonios, y no tenía ganas de hablar. El ojo del Vampiro pesaba ahora un poco más que antes, y me costaba acostumbrarme a su temperatura. Lo había traído puesto toda la noche y no se había templado ni un poco. Seguía frío como la noche, como la muerte.
En parte por la incomodidad fue también por lo que me pasé casi toda la noche en vela hurgando entre las pertenencias del capitán y sus bodegas. Encontré lo esperado; especias, poca comida, mucha bebida y municiones. Ni un sólo rastro del tesoro, no más de lo necesario para sobornar a los corsarios, más bien. Como buen pirata, Necro lo había escondido todo. Había un mapa, sí. De hecho había varios, pero no sabía leerlos. Lo poco que sabía lo había aprendido sola o en compañía de Codorniz cuando éramos niñas, y aunque podía leer, escribir y hacer cuentas, jamás había tenido la necesidad de leer un mapa ni nada parecido. Además, los pergaminos de Corroído no se parecían a nada que hubiese visto antes. Eran todo puntos y líneas numeradas. No había tierra, no había mar, nada que me sirviera. Pero aquello era un problema para después; primero debía recuperar a mi tripulación.
Arribamos en el islote al amanecer, y el resto de la tripulación bajó el bote de reconocimiento para que Tenca, Mirlo, Codorniz y yo fuéramos en busca de las mujeres que nos faltaban. Igual que la vez pasada, el tramo fue tumultuoso y complicado, e igual que la vez pasada, íbamos en un silencio cargado de miedo que nadie se atrevía a romper. Lo único que había cambiado éramos nosotras; no había nada dentro nuestro que fuera igual a la última vez.
No había ninguna sirena rondando por allí a esa hora, pero sí pulpos, estrellas de mar, y el bosque de quelpos que nos obligó a anclar el bote y continuar nadando. Mi revolver había quedado en el Necro, y aunque no pretendíamos pelear, de igual forma íbamos cargadas hasta los dientes. Los cuchillos de Mirlo, la daga de Codorniz, el machete de Tenca y mi espada. Si no nos entregaban a la tripulación, tendríamos que morir intentando recuperarlas. No había forma de volver a mostrar mi cara en el Necro si no lográbamos salvarlas, y las Pajarracas habían asumido mi destino como el suyo también.
Escalamos con la boca cerrada, acompañadas únicamente por el romper de las olas y el soplido del viento entre los esqueletos de personas y animales que decoraban el lugar. Iba pendiente de que Mirlo no fuera a caerse, pero el aire marino parecía a verlo despejado, y se mostraba tan ágil como siempre. Supuse que una borrachera no era nada comparada a la peste de la muerte, y que debía dejar de preocuparme. Sonreí a mi pesar. Dejar de preocuparme, como si alguna vez hubiera sido capaz de hacerlo.
Al llegar arriba nos encontramos con el islote vacío, o al menos eso parecía a primera vista. Recostadas sobre el suelo, rodeadas de cajas torácicas de diferentes tamaños, yacía la otra mitad de la tripulación. Aterradas, corrimos en su dirección, solo para soltar un suspiro de alivio al darnos cuenta de que respiraban. Estaban vivas, y estaban completas. Intactas. Sentí que podría haber llorado en ese momento, que me podría haber quebrado. Todo era demasiado, y por fin se había terminado. Estaban bien, estaríamos bien desde ese momento.
Tenca apartó la pared de costillas y Codorniz se apresuró a tomarles el pulso. ‘Es normal’ anunció ‘Las pusieron a dormir’. Pero yo apenas la escuchaba. Había algo que me hacía sentir intranquila. No era cierto que estuviésemos solas; podía sentir la mirada atenta de las sirenas sobre nosotras. Podía escucharlas respirar y hasta salivar, pero no podía verlas. Debíamos salir de allí rápido, confiarnos había sido un error.
—Hay que bajarlas —dije entonces—. Ahora.
Mirlo miró alrededor.
—Sí —estuvo de acuerdo—. Ahora.
Nadie rechistó. Cargamos a una cada una, mientras Tenca cargó con dos. Codorniz hizo un movimiento con sus manos, una de sus coreografías cargadas de magia, y pronto el peso muerto que llevaba encima se hizo más ligero.