Al Borde del Abismo Libro 2

CAPITULO OCHO

Eres el lugar al que siempre quiero volver... 

 

Respiro profundo. Tomo mucho aire. Lleno mis pulmones hasta que no aguanto más y exhalo despacio.

Voy hasta la puerta y le pongo traba. Apoyo mi espalda contra ella y busco el número de Kerem en mi agenda de contactos.

Dudo un momento antes de llamarle.

Sé que no es correcto pedirle a él explicaciones sobre mi marido y su amigo, pero es que aparte de la relación fraternal que tiene con Rashid, Kerem es también parte de mi familia y la única persona que podrá acabar con mi incertidumbre.

Sin dar más vuelta al asunto, presiono sobre su número y aguardo a que me atienda.

Me urge hablar con él porque de su propia boca voy a poder oír la verdad por más cruda que ésta sea, y solamente así, conseguiré ayudar a mi esposo.
Solamente así encontraré la forma de salvar a Rashid, igual a como él, hace cuatro años, logró salvarme a mí.

Le haré sentir a mi arabillo lo que significa ser su consuelo, su compañía, su refugio, su aliento y su incondicional apoyo.
Le demostraré que soy su mujer, sólo suya y no simplemente en los buenos momentos de la vida, sino en los malos, en los tristes, en los desesperanzados.

Mientras aguardo por Kerem, en mi mente se repite su voz angustiada, su cara amargada, y cada oración que me hace pensar en una despedida que va más allá de un divorcio. Como una antesala a una partida con tintes lúgubres. Como si pretendiera marcharse y no de una manera presencial.

¡Demonios! El teléfono me manda al buzón de voz. Esto no puede ser.

Tengo un pálpito tan espantoso de que mi hombre, el que amo con todo mi corazón, desaparezca para siempre que mi sangre se hela y mi cuerpo se paraliza de miedo.

Pensar que la vida pueda llegar a ser tan jodida como para no querer vernos juntos me llena de terror.

Inhalo hondo, procurando desacelerar mis desbocados latidos y vuelvo a llamarle a Kerem.

—¡Nicci! —exclama, respondiéndome de inmediato, con evidente preocupación—. Nicci, ¿qué pasó? ¿Es Rashid? ¿Rashid está bien?

Trago saliva y junto con ello la angustia que me quema la garganta.

Él sabe perfectamente lo que le ocurre a mi adorado magnate.

—Rashid está en el despacho. ¿Si está bien? Pues eso quiero que me lo expliques tú —digo, haciendo acopio de toda mi cautela y seriedad.

—Yo no puedo...

—Es tu deber, como parte de mi familia decírmelo —le interrumpo con autoridad—. Es un asunto delicado, lo intuyo, lo sé, así que tendrás que hablar conmigo y explicarme lo que le aqueja a mi esposo, y al padre de mi hijo.

Una tediosa, larga y tensa pausa llena la comunicación telefónica y eso empieza a impacientarme.

No puedo creer que Kerem sea tan o más idiota que Rashid, y que su código de amistad entre ambos valga más que la responsabilidad de una situación límite.

—No puedo decírtelo por teléfono —replica al cabo de unos minutos.

—Kerem... —advierto.

—¡Lo siento princesa pero me estás poniendo entre la espada y la pared! Y es algo que no puedo decirte por teléfono. No puedo.

Inspiro profundo por la nariz y me rasco la frente.

No estoy en mi mejor momento de paciencia.

—Rashid me pidió el divorcio —recalco—. ¿Entiendes? Prefiere alejarse de mí en vez de contarme lo que sucede, y yo no se lo voy a permitir.

—¡Por todos los cielos! —le escucho murmurar entre jadeos.

—En este instante me importa un bledo que seas un amigo guardando un secreto. Si tanto le quieres, Kerem, te exijo que me digas la verdad —con frialdad añado—. No me voy a quedar de brazos cruzados viendo cómo se destruye a sí mismo, así que si no me lo vas a decir por teléfono, conduciré ahora mismo hasta tu apartamento.

—¡Por Dios, no soy tu enemigo! —gruñe.

—Entonces no te muestres como tal.

—Te lo diré, ¿si? No estoy en Roma ahora. Tuve que viajar a Madrid, por trabajo, pero te buscaré mañana en la fiesta y hablaremos. 

—Bien, te tomo la palabra —declaro—. Hasta mañana.

Sin esperar por su respuesta, corto. Dejo mi celular cargando y destrabo la puerta. Con prisa bajo la escalera y voy hacia la cocina.

Mi hijo ha de estar esperando por mí.

—Hola mi bebé hermoso —canturreo al llegar a dónde él, después de llenarle su tierna cara de besos.

Ismaíl se remueve, molesto por la melosidad con que lo trato, y sonriente me alejo. Está jugando con masa que le sobró a Meredith y no quiere ser molestado. Eso sin contar con el banquete que su nana le dispuso en la mesa. Realmente, lo que menos desea es que su pesada madre lo fastidie justo en su mejor instante. 

—¿Qué haces? —le pregunto a ella, observando las verduras en la mesada y pasando mi brazo por sus hombros.

—Tarta de espinaca, calabaza y queso de cabra —contesta, trozando pequeños cubos de queso—. Y en el congelador hay budín de pan con almendras y pasas de uvas.

Esbozo una sonrisa y froto su antebrazo. Vuelvo a la mesa dónde está Ismaíl y me siento a su lado. Tengo mucho trabajo por hacer y organizar para la fiesta de mañana, pero todo puede esperar si de jugar con mi hijo se trata. Me encanta pasar tiempo con él. Verlo experimentar, descubrir nuevas sensaciones y ayudarle a aprender en el proceso.

—¡Qué sería de nosotros sin tu talento y tu deliciosa comida, Mer! —exclamo con drama y burla, en lo que formo bolitas de masa.

—Ay, niña, me avergüenzas con lo que dices —se ríe, y la veo dar la vuelta y apoyarse en el filo de la mesada de mármol.

—Cuatro años que nos conocemos y aún te sonrojas con mis halagos.

Reprime una sonrisa y se encoje de hombros.

—No puedo evitarlo.

Pongo cerca de mi bebé las bolitas que formé y retiro apenas la silla.

—Deja eso —le digo, haciendo un ademán para que se nos acerque.

—No, Nicci —se espanta—. Todavía no lo termino.




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