Cuando menos lo esperamos, la vida nos coloca delante un desafío que pone a prueba nuestro coraje y nuestra voluntad de cambio.
No llores, Nicci. No vayas a llorar.
Revuelvo el botiquín como loca, como desesperada buscando lo que me pidió.
Una lágrima me quema el cachete y sobo por la nariz.
Mis dedos temblorosos encuentran el blíster. Corriendo salgo del cuarto y bajo la escalera. Voy hasta la cocina pero Rashid ya no está aquí.
—¡Rashid! ¡Rashid! —grito.
En el primer sitio que atino a buscarlo es en la biblioteca, lo más cercano después de la sala.
La puerta del despacho se encuentra abierta y con prisa entro. La tensión se escapa de mi cuerpo con un suspiro, cuando recargado en el filo del escritorio está él, observándome con calma y tranquilidad, como si no hubiera estado retorciéndose de dolor momentos atrás.
Demasiado confundida y trastocada con lo que está pasando, me acerco.
—Acá están las aspirinas —musito, desconcertada por completo.
—Ya me siento bien —se sonríe, agarra mi mano, la que le ofrece el blíster y tira de mí hasta que quedo pegada a él—. Gracias.
—Mentiroso —me enojo. Es que no puede hacerme estas cosas. No puedo quitarme de la cabeza la imagen suya, llorando de dolor y ahora calmarme porque mágicamente se siente mejor—. Eres un maldito mentiroso. ¡Porqué me mientes así!
—No te estoy mintiendo —dice en un susurro que acaricia mi cara. Sin perder la tranquilidad y su sonrisa—. Me siento bien, de verdad.
—¿Desde hace cuánto sufres dolores de cabeza? —le pregunto, haciendo caso omiso a lo que dice.
—¡Ay, Nicci, qué importa eso! ¡Es sólo migraña, nada de otro mundo! —besa mi mejilla y mi frente, y poniendo sus manos en mi cintura se separa un poco de mí—. Estoy medio... Estresado. Por el trabajo y eso —palmea mi cadera y en acto reflejo tomo distancia. Él rodea el escritorio y se detiene a mirar la papelera. Se queda un par de eternos minutos mirándola, luego parpadea y se fija en mí—. ¿Qué tal si salimos a caminar por el jardín? Todavía falta para que se haga la tarde.
Mi entrecejo se frunce. Toda su actitud es tan extraña.
—¿No vas a ir a tu oficina?
Hace un gesto pensativo y niega.
—No. No tengo ganas.
Abro grandes los ojos ante su respuesta. Quizá ni lo sepa pero me tiene aterrorizada su comportamiento.
Realmente me urge hablar con Kerem.
—Me... Me gustaría salir a caminar contigo pero no puedo —me toco la frente—. Tengo algunos asuntos que atender y voy a estar en mi computadora largo rato. Posiblemente toda la tarde.
—Bueno —pasa por mi lado y le miro de soslayo—, entonces te voy a dar una mano. Hago café y subiré a ayudarte.
Me doy la vuelta, le veo salir del despacho y me quedo parada, pensando en demasiadas cosas, todas malas.
Vuelvo a girar y con suma atención analizo la papelera.
Mi corazón empieza a latir demasiado rápido. Es como si mi intuición me señalara el cesto y me pidiera que me acerque.
Trago saliva, ojeo la puerta. Rashid efectivamente desapareció.
Me aproximo a la papelera cilíndrica y presiono su base con el pie para abrirla.
Hay...
A simple vista no hay nada más que papeles. Notas escritas por Rashid hechas trizas y facturas también rotas en pedazos.
La opresión en mi pecho crece así que motivada por un impulso y el instinto meto la mano.
Sin asco o repugnancia, sino con determinación e incertidumbre revuelvo la papelera. Quito facturas y hojas de la superficie. Hay envoltorios de golosinas y en el fondo, se encuentra lo que me hace jadear de la impresión.
Trato de controlarme, de no ponerme histérica ni a gritar como una loca y saco la jeringa que mi marido se esforzó en ocultar perfectamente.
La observo detenidamente. Parece tan medicinalmente inofensiva, pero al mismo tan peligrosa.
Me arde el pecho sólo de pensar que Rashid pueda estar pasando por un calvario, que esté mal de salud y que afronte su dolor en soledad y en silencio.
Porque ya todas mis sospechas se reducen a una sola posibilidad, que el amor de mi vida haya enfermado y esté afrontando su dolencia en secreto para no angustiar a su familia.
Ahora todo comienza a tener sentido. Ahora el peso de sus acciones, actitudes y palabras caen sobre mí como un ladrillo golpeando mi cabeza.
Sus frases extrañas, su indiferencia y su frialdad.
¿Desde hace cuánto lidia con esto?
¿Qué es? ¿Qué tiene?
¿Cómo pude ser tan ciega y no darme cuenta de lo que ocurría en mi propia casa?
Con un torbellino de emociones que me carcomen por dentro, dejo la jeringa dónde la encontré y vuelvo a poner toda la basura en su sitio.
Kerem supo lo que tiene y no fue capaz siquiera de advertirme.
Kerem lo sabía.
Respiro tan profundo como la angustia me lo permite y limpio mis manos en la bata.
No voy a enfrentar a mi arabillo. No le voy a reclamar. No le voy a decir lo que vi. Y no volveré a tocar el tema.
Demasiado carga ya como para que yo le esté insistiendo y exigiendo explicaciones. Primero voy a hablar con Kerem, así me cueste su amistad, me comporte como una cretina o suene amenazante.
Voy a hablar con Kerem y cuando sepa con certeza lo que Rashid tiene, tomaré cartas en el asunto.
Le demostraré a mi marido con quién se casó y cuán dispuesta estoy a batallar lo que sea, a su lado.
***
Como si nada hubiera sucedido y manteniendo mi postura, la tarde transcurrió peligrosamente tranquila.
Hablamos con mi mamá y con Ismaíl por vídeollamada, y tal como dijo, Rashid me ayudó en un tema de trabajo que debía de atender con urgencia.
Estuvimos analizando cartas de empleo y perfiles de aspirantes a trabajar en la clínica. Después del embarazo y la licencia maternal de una de mis recepcionistas, se me hace urgente la contratación de otra asistente para no sobrecargar a las demás telefonistas.