Al Borde del Abismo Libro 2

CAPITULO TRECE

Me gustan los abrazos que llegan de la nada. Sin pedir. Sin avisar. Esas manos que te dicen: «Aquí estoy yo para salvarte de todo».

 

Una parte de mí siente alivio al dar fe de que se dejará ayudar, que me permitirá cuidarlo y acompañarlo como se supone, debería de haberlo acompañado desde el principio. 
Una parte de mí siente alivio, pero aún así no deja de dolerme ni un poquito menos el alma. 

El cáncer es traicionero, ataca en silencio, y cuándo menos alguien lo espera da el latigazo letal de dolor. 
No he tenido amigos, ni familia, ni allegados que lo hayan padecido, y es por ello que ahora la rabia y la tristeza recorren mi cuerpo. Me da coraje que ese maldito veneno haya elegido a mi esposo para hacerle pasar un horrendo y largo mal trago. 

Cáncer es una definición que me da miedo. Es la malaria sin dudas. Es curable, por supuesto, pero también es un sigiloso mal que consume desde el interior, que va apagando la vida sin pedir permiso, sólo provocando dolor y sufrimiento. Es una maldita enfermedad que se debe enfrentar aunque las entrañas se paralicen de miedo. Hay que enseñarle el dedo del medio y pensar, «jódete, te voy a ganar» aunque el doloroso día a día te haga dudar de vez en cuando. 
El cáncer se vence con cirugías y tratamientos, pero estoy plenamente segura de que también se lucha contra él con ganas de vivir, con apoyo y sobre todo con amor. 

—Gracias —exclamo, soltando lentamente el aire de mis pulmones. 

—¿Por qué me lo estás agradeciendo? —su nariz roza mi pelo desarreglado y en mi oreja, susurra—. Soy yo quién debe darte las gracias. 

—No —me aferro a su pecho en un abrazo que no quiero terminar, que me encantaría  que durara por siempre—. Vas a correr riesgos, enfrentarás tus miedos más profundos y pondrás en mis manos tu vida. Eso, mi arabillo loco, merece agradecimiento. 

—Ay, Nicci... —se lamenta. 

—Creo que no eres capaz de imaginar cuán aliviada me siento, a pesar de todo. Estoy aliviada, porque las batallas no se ganan de a uno. Porque voy a estar contigo, y porque te amo de una forma tan intensa que no hubiese admitido una negativa de tu parte.

Niega en respuesta a mi comentario. 

Obvio que no es capaz de apreciar los minuciosos detalles, los que realmente importan. 

Con el pasar de los días nos hemos acostumbrado tanto a dar todo por hecho, que le fuimos perdiendo el sabor y el valor a los pequeñísimos detalles y gestos. Gestos tan simples como un gracias, que en este instante para mí significa mucho. 

Por mi parte tuve que prestar la cara a esta fuerte cachetada para ser verdaderamente consciente, de que podemos perder aquello que amamos en un abrir y cerrar de ojos. 
Que la vida, llena de altibajos, lágrimas, risas, felicidad y sin sabores es un viaje. Un viaje largo para algunos, y corto para otros. Un trayecto que en ciertas circunstancias te pone delante dificultades y esas dificultades te recuerdan cuáles son tus prioridades. 

Y mi prioridad es y será mi familia. 

Siempre será mi familia.  

—Habibi —me aleja y me toma por los hombros. Luce preocupado—. Tus silencios son fatales para mí, porque aunque no haya visto tu rostro, sé que te torturas. 

Ladeo una media sonrisa y con mi índice dibujo una suave línea por el contorno de su cara. 

—Pienso que a veces el destino te sacude un poco, para recordarte lo que realmente importa. 

Su ceño se frunce y en su frente aparecen ligeras arrugas. 

—¿Qué quieres decir? 

Beso sus pómulos pronunciados, y aspiro el olor al perfume que amo y que en su piel, huele delicioso.  

—Que tú e Ismaíl son lo que más me importa en el mundo. Que soy capaz de pactar mi alma al Diablo con tal de verlos bien —sus ojos, destellando conmoción y fragilidad me fulminan—. Soy capaz de lo que sea para verlos sanos y bien. 

En su rostro se refleja su profunda amargura. Mis palabras son como un bálsamo a sus heridas, pero no la cura. 
Sé que Rashid es demasiado pesimista si se lo propone, y creo que eso no va a cambiar jamás. 

—No hay que negar que se vendrán tiempos difíciles para nosotros. Estaré más cascarrabias cada día; el siguiente peor que el anterior —declara aprehensivo—. Te despertaré por la madrugada con mis dolores de cabeza, mis náuseas y mis vómitos —su preciosa mirada, tan oscura como el ébano se empaña y eso cala hondo en mí—. Seguiré perdiendo peso. Ya no seré aquel tipo apuesto que tanto te gustó y te excitó, y con el cuál te casaste —sus manos apresan mis hombros ejerciendo presión—. Y si retomo la quimioterapia o incluso si entro a cirugía, no perderé hebras, sino todo mi pelo. 

—No sigas diciendo eso —suplico. 

—¿Aún así me querrás? —continúa, haciendo caso omiso a lo que dije—. Si salgo vivo del quirófano... ¿Seguirás amándome de la misma forma, aunque ni de asomo sea el hombre guapo y arrogante del que te enamoraste?

—Te voy a amar aún más —contesto sin un ápice de vacilación—. Te voy a amar siempre un poco más que ayer.

Su desesperanzado gesto se transforma en una sonrisa radiante. 

—Entonces yo te agradezco a ti, y al puto destino por haberte puesto en mi camino, mujer.  

Devolviéndole la mueca me muevo, quito sus manos de mí y me pongo de pie. 

—¿A dónde vas? 

—Primero a juntar el desastre que hice al lado de la mesa, y después a sacarme el vestido. 

—¿Vas a venir desnuda? —pregunta con picardía. 

Ahí está él. Ahí está mi Rashid. Dios, se siente tan, pero tan bien oírle así. 

—Sé que te gustaría pero no —arruga el entrecejo—. Voy a venir en camisón y bata, con la intención de ver una película contigo. 

«Y estar cerca si es que el dolor amenaza con volverte loco de nuevo»

—¿Me dejas hacer una sugerencia mejor? —con sacrificio, suspirando, quejándose, se levanta del sillón. Me toma de la cintura y me pega a él—. Ordenamos comida. Lo que sea. La llevamos a nuestra cama, y mientras me tocas la frente de esa forma que me encanta, me cuentas todo lo que no me has contado durante un año. 




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