Y ENTONCES ME RECORDÓ AL SILENCIO QUE REINA EN LOS DÍAS MÁS FRÍOS DEL INVIERNO, CUÁNDO DUELE RESPIRAR Y TODO ESTÁ EN CALMA.
Varios años atrás#
RASHID
—En realidad nunca me llamó demasiado la atención el negocio de mi familia, pero cuándo me toque manejarlo, voy a dar lo mejor de mí para hacerlo bien.
A paso rápido, camino por el largo pasillo de la preparatoria. Quiero llegar a casa, tengo demasiada tarea por hacer.
—¡Ay, Rashid! —Hassim, mi compañero de clase me sigue el andar—, no te llama la atención pero te veo dibujar bocetos de hoteles en el salón. ¿A quién engañas?
Me río a carcajadas al oírle. El bullicio, los gritos, las risas de otros estudiantes nos envuelve y recién cuándo cruzo las amplias puertas de la prepa vuelvo a mirar a Hassim.
—Me hubiera gustado ser un apuesto y derrochador jeque con un buen harén de mujeres —bromeo, ganándome una palmadita en el hombro.
—Creo que es el sueño de todo aquel en esta escuela que está por cumplir dieciocho. Pero luego recuerdas que te espera una carrera larga, de especialidades, o por el contrario seguir con el negocio de la familia y ya te calmas.
Avanzo hacia la acera, dónde mi chófer espera por mí y antes de entrar al coche, observo a mi compañero.
—En realidad sólo quiero que mis padres se enorgullezcan, al haber decidido seguir sus pasos —confieso con sinceridad, con ambición, con mis ganas adolescentes de comerme el mundo entero.
Nos chocamos los cinco, despidiéndonos y me acomodo en el asiento trasero. Cierro la portezuela, dejo mi portafolio a un lado y me pongo el cinturón.
Stefano, quién me trae a diario al instituto me observa a través del espejo retrovisor.
Luce extraño, ni siquiera me ha saludado, como lo hace siempre que subo al automóvil. Está muy serio y no deja de mirarme.
Del bolsillo de la chaqueta, que es parte de mi uniforme, saco mi teléfono celular. Lo prendo y busco a ver si tengo algún mensaje de mi mejor amigo.
Desde que se fue a estudiar al extranjero, hablamos muy poco.
Kerem y yo somos amigos desde niños, pero ahora que se da una buena vida en Italia y se la pasa ocupado, no solemos estar muy comunicados.
Lo último que me dijo fue que estaba saliéndose de control el compromiso que habían arreglado sus padres con una familia italiana de buena posición y que había conocido a una chica en uno de sus viajes a Sicilia. Una adolescente pueblerina, pobre y sin nada que ofrecerle, con la cuál empezó una relación a escondidas.
Que tonto, no sabe lo que le conviene.
Suspiro y guardo mi teléfono otra vez en el bolsillo.
—Stefano —el auto se pone en marcha—. ¿Por qué traes esa cara?
—Rashid al llegar a la casa, tus padres necesitan hablarte —percibo cierto pesar en su voz, pero aún así no pierde esa diplomacia que tanto le caracteriza.
—¿Conmigo? —pregunto contrariado—. ¿Por qué querrían hablar conmigo? ¿Pasa algo?
—Yo no puedo decirte.
—Stefano —advierto.
Pisa el acelerador y aumentando la velocidad conduce por las calles hasta que frenando, veo por la ventanilla el amplio portón de imponentes rejas y también parte del jardín delantero de mi casa.
Siento ansiedad, inquietud y nervios. Una ligera punzada de miedo a ser reprendido por algo que haya hecho mal y que no recuerdo.
Stefano estaciona en el garage y yo salto del automóvil. Primero camino rápido hacia el salón principal, evitando el saludo a los empleados y subiendo de dos en dos las escaleras. Después, al avanzar por el corredor, mucho más despacio, con ese temor de recibir un inminente sermón.
Justo al final del pasillo, sentado en una de las bancas de hierro estilo antiguo que lo decoran está mi padre. Encorvado, con las manos enlazadas sobre la cabeza y meciéndose de adelante hacia atrás como un desquiciado.
Mi corazón se acelera, late con fuerza mientras me voy aproximando. No sé lo que le pasa y eso por alguna extraña razón me da muy mala espina.
—¿Baba? —balbuceo con ronquera. Dejo pasar unos segundos y como no me contesta, le toco los hombros. Está como sumergido en otra dimensión—. ¡Papá!
Levanta la mirada, esa misma mirada que traía Stefano, sólo que en mi padre se refleja un enorme dolor e indignación.
Sus ojos tan iguales a los míos están hinchados y enrojecidos, como si llevase largo rato llorando.
—Mi amado hijo —susurra angustiado—. Amado Rashid.
Con preocupación trago saliva.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué lloras? —frunzo el ceño—. ¿Dónde está mamá?
En un movimiento de cabeza me señala su dormitorio—. Ella quiere hablar contigo.
—Pero —desconcertado arrugo el ceño—. Pensé que ambos querían hablar conmigo.
Niega a modo de contestación y cuándo me ve girar el pomo de la puerta, agarra mi antebrazo—. Lo siento muchísimo.
Con cautela por fuera y nervios por dentro, abro y en silencio entro.
El interior del cuarto se encuentra en una completa oscuridad.
—Prende la luz, pequeño —es mamá, con su voz tan dulce pero también tan... Rota.
Amo cuando me llama pequeño. Lo dice con cariño y me gusta cómo suena.
El día que me enamore, si es que me enamoro, así le diré a mi chica.
Pequeña...
—Estoy preocupado —mis dedos buscan el interruptor y apenas lo encuentran, presionan y la habitación se ilumina—. Salía del instituto y... —al reparar en ella, como si mi garganta se bloqueara de pronto me callo.
Siento que me ahogo con mi propia saliva y toso varias veces.
No puedo hablar, sólo me la quedo mirando.
Está acostada en la cama, forzando una sonrisa. Luce agotada y sus ojos grisáceos, a veces azulados, que siempre han desprendido alegría hoy se asemejan al más feo día de invierno.