Existo en dos lugares: donde estás tú, y donde estoy yo
Le veo suspirar profundo. Con sacrificio se levanta del sillón y camina hacia las escaleras.
—¿A dónde vas? —pregunto, siguiéndolo con la mirada.
—A dejar de perder el tiempo —sube los primeros escalones—. Deberías hacer lo mismo.
—¿Qué? —pregunto contrariada—. ¿Qué dices? —voy tras él y me paro al pie de las escaleras.
—Habibi —se detiene y me observa por encima del hombro—: arma las maletas y avísale a Meredith —sube un par de escalones más—. Ya escuchamos al doctor: la habitación del hotel está reservada y yo, la verdad es que quiero ver a ese bendito neurólogo cuánto antes.
Muevo la cabeza de un lado al otro y no puedo más que aceptar lo que dice. Tiene razón. Cuanto antes nos marchemos, mejor.
Doy vuelta, camino por la sala, voy al rincón más lejano y me paro a pocos metros de mi hijo, que se frota los párpados y bosteza sin cesar.
—A veeer... ¿Dónde está el bebé más hermoso de mamá? —me contengo de reír cuando veo que sobresaltado salió corriendo y terminó escondiéndose detrás del sofá. Dejó sus regordetas piernas al descubierto y escucho su risita acelerada—. Ismaíl —canturreo con diversión—. Bebé de mami, ¿en dónde te escondiste?
Sus carcajadas llenas de adrenalina y emoción hacen eco en la sala y sin esperar un segundo más, pega un salto y corre a mis brazos.
—¡Aquí estás mi pequeño travieso! —beso con frenesí sus suaves mejillas—. Hoy vamos a comer, bañarnos y dormir temprano —agarro su manito y los dos caminamos a la cocina.
—No, mamá, no. Maño no.
Alzo mis dos cejas y lo miro de reojo.
—Baño sí —me frunce el ceño y por dentro me muero de risa.
Es tan rebelde y tan adorable. Y está tan agotado también, que no vacilará ni un segundo en devorarse lo que ponga en su plato, bañarse en la tina y quedarse completamente dormido.
Llegamos a la cocina y el aroma a pasta con salsa invade mi nariz. Esa salsa que a Meredith le queda deliciosa. Nata, tomates, hongos y jamón.
—Huele riquísimo.
Le echo un vistazo a la pasta en hervor, agarro platos, cubiertos, el vaso de Ismaíl y todo lo dispongo en la mesa, mientras mi niño intenta subirse por sí solo a la silla.
—Quería ponerle albahaca —murmura, concentrada en el sartén—. Pero supuse que iba a quedar muy fuerte —hace una pausa—. Por cierto Nicci, mañana vienen los jardineros y las dos mujeres que contrataste para la limpieza de los ventanales y los balcones.
Le sirvo jugo de frutas a Ismaíl y en lo que demora en hacerse la pasta, me quedo pensando.
Me había olvidado completamente de cancelar al menos por esta semana los quehaceres domésticos.
Si acepta, Meredith vendrá conmigo y entonces la casa estará bajo la autoridad de Stefano. Eso tengo que planteárselo antes de viajar, no soy consciente del tiempo que vayamos a permanecer en Lisboa así que lo mejor va a ser ponerlo al tanto cuánto antes.
—Nicci —la voz de Mer me sobresalta—. ¿En qué te quedaste pensando?
Me acerco a la mesada y de la fuente donde acaba de poner la pasta, saco una porción y la baño en salsa de tomate.
Estiro la comida por todo el plato para que se enfríe más rápido y al mismo tiempo voy soplando.
—Encontramos un neurocirujano capaz de intervenir a Rashid.
Agarro una silla, me siento al lado de mi bebé y dejo que coma libremente aunque termine con la cara cubierta de salsa al igual que su ropa.
—¿En serio? —suena muy feliz—. ¡Pero eso es una noticia maravillosa! ¿Y cómo fue? ¿Dónde lo encontraron?
También toma una silla y se acomoda frente a mí.
—Orlando, el neurólogo de Rashid nos avisó hace un rato —ayudo a mi hijo a pinchar la pasta y vuelvo a mirar a Meredith—. Va a venir a la casa en un par de horas, porque quiere conversar algunos asuntos delicados con nosotros.
—¿Asuntos delicados? —se levanta, va hacia un armario flotante donde guardamos vasos y copas, trae lo primero a la mesa y toma de nuevo asiento.
—El tumor creció —acepto el vaso de jugo tropical que me ofrece, a base de piña, melocotón, fresas y mango—. Creció demasiado en cinco días —le doy un trago—. No sabes cuánto miedo sentí cuando le escuché decirlo.
—Los riesgos son muchos —dice procurando disimular la preocupación—. Hay que tener optimismo, fe y confiar en que todo va a salir bien.
Tener fe...
Confiar...
Ser optimistas...
Es fácil decirlo, pero yo, que batallo día a día contra la amargura, la depresión y la tristeza, me convenzo de que no es tan sencillo como suena.
Convencerse es lo más malditamente difícil; lo que más cuesta.
—Estoy muerta de la angustia —confieso en un susurro—. Y voy a sentirme peor mientras Rashid se haga los estudios pertinentes y luego sea operado.
—Yo te entiendo —estira la mano por encima de la mesa y acaricia mis nudillos—. Pero tienes que mantener la esperanza y la fortaleza. Tú eres la fuerte aquí, no puedes trastabillar ni vacilar.
—Lo sé, Meredith —suspiro—. Ya lo sé.
—Ahora dime, ¿en qué clínica de Roma es que le van a operar?
—No es en Roma —respondo—. Es en Lisboa.
Se sorprende con lo que digo.
—¿Van a viajar a Portugal? ¿Cuándo?
Inhalo hondo, exhalo y corrijo—: Viajaremos. Tú vendrás con nosotros —noto que Ismaíl termina su plato y entre gestos ofuscados me reclama el postre: su buen tazón de helado de vainilla—. Necesito que vengas con nosotros. Más que una pregunta es casi una súplica —camino hasta el refrigerador y saco el balde de cremoso helado de vainilla—. Voy a necesitarte, Meredith, en todo momento.
—Pues no tienes que preguntarlo, cuentas conmigo siempre.
Pongo en el tazón de Mickey varias borlas de helado, guardo el balde de vuelta en el refrigerador y me acerco a mi hijo, quien ansía recibir su postre.