Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO VEINTISEIS

RASHID

No sé cómo expresar claramente ésto que me pasa.

Es como una sensación de impotencia, de querer gritar todo el tiempo. Me suele arder el pecho, me duelen las sienes y siempre estoy tenso.

Hablan a mi alrededor como si fuera un discapacitado que no entiende absolutamente nada del mecanismo, y de cómo funciona la vida.
Los médicos llegan, le murmuran cosas a ella, y ella me ve como un muñeco vacío que no sabe siquiera en dónde está parado.

Me da mucha rabia. 

Todos dan por asegurado que soy un burro, un bruto, un neandertal pero se confunden. Ellos son los equivocados no yo.
No necesito llegar una casa que es mía, con una familia que es mía pero que no recuerdo, y no me dejen saludar al niño que se supone, cree.
No necesito estar encerrado en una habitación con un pelele al que quiero golpear, sólo para reconocer las letras de mi nombre.

Tanta medicina y dinero para tan poco. Para tanta basura.

Ya sé cómo me llamo, ya sé quién es Nicci, ya sé muchas cosas, solamente me cuesta armar el rompecabezas, familiarizarme con él y sentirlo como una parte de mí.

Es eso lo que nadie logra comprender, lo que me desespera.

No necesito la maldita terapia que me presionan a hacer. Lo único que quiero es poder estar a gusto con lo que me pertenecía y con lo que yo era antes de ser operado.
No quiero ser un extraño dentro de mi propio cuerpo, y tampoco un espectador de mi vida. No quiero verla pasar por mi lado sin recordarla y sin sentir absolutamente nada por ella.

Estiro las piernas y abro la mano. Apoyo el mentón en mi palma y miro hacia afuera, por la ventana.

Creen que no consigo discernir sentimientos. Que soy un animal primitivo. O peor, un niño.

De nuevo se equivocan. Los sentimientos están. Los tengo muy en claro, por eso detesto que burlen mi inteligencia.

Por eso los odio.

Por eso cada vez que Nicci se refiere a mí con pena y lástima, poniendo esa cara de monja sumida en amargura, como lamentándose por todo lo que le ha tocado pasar, yo siento odio.

La odio.

Me pasan cosas con ella. Sí, también lo siento. Pero la aversión que me despierta es mayor. Me gustaría estrangularla cuando la tengo cerca y su trato es tan cuidadoso conmigo.

La desprecio y la quiero besar al mismo tiempo. Es muy controversial lo que se arremolina dentro de mí.

Quiero evitar los sentimientos negativos pero no puedo. Quiero tratarla bien porque sé que aunque la veo como una desconocida, no lo es.

Quiero no caer en la ira pero a veces es imposible.

Cuando juega a ignorarme, no me dice lo que necesito saber o se comporta con la amabilidad de una persona que está a cargo de un discapacitado, yo la odio.

La odio y me atrae. Llama demasiado mi atención porque es una mujer bellísima, muy sensual, y no soy indiferente a sus encantos.

Me sudaban las manos y me ponía nervioso y torpe cuando llegaba al cuarto de la clínica. Todavía me pasa al recordar lo que hicimos en la mañana. 

Aprieto el asa de la taza de té que me acabo de terminar.

Su boca tenía un sabor delicioso. Una mezcla de chocolate, calor y suavidad.

Inolvidable... Qué paradójico.

Sonrío y cuando la veo corretear por el patio, me pongo serio.
La agitación de un recuerdo tan fresco y caliente se evapora de mi sistema y otra vez empiezo a molestarme.

Respiro profundo y suelto la taza.

Ella se ríe. Corre por todos lados y el niño la sigue de atrás.

Sus carcajadas se escuchan desde aquí. La están pasando de lo más bien y yo la estoy pasando de lo peor, sólo de verlos.

Mi enojo crece al reparar en ambos. Él no se le parece y eso me enfurece. Él se parece a mí y ella fue tan jodida que no tuvo la gentileza de presentarme con mi hijo.

En algún aspecto entiendo mi posición porque incluso yo mismo no puedo controlar mi carácter. Hay veces en que me enojo tanto y por tantas estupideces, que también estaría aterrado por mis reacciones. Sin embargo, era innecesario apartarme del niño y llevarme a una sesión con el marica de Baptista.

No pensaba golpear a mi hijo, si llegaban a decirme que efectivamente sí es mío.

Me molesta el protocolo y los rodeos detrás de todo eso. Las vueltas que le dan al hecho de hacerme recuperar la memoria, o de re instalarme en mi familia.

Son tan puntillosos, delicaditos y lentos que me dan ganas de lo peor. Pierdo mis estribos tan rápido con esta pantomima.

No sería capaz de dañar a mi propia familia.

Jamás lo haría.

¿O si?

Retiro la taza del borde de la mesada y vuelvo a apoyar el mentón sobre mi palma.

Ya lo venía suponiendo, desde que Nicci, a pesar de todos mis intentos por espantarla, nunca se alejó de mí.

Indudablemente antes del inmundo cáncer, y antes de que mi cerebro se reseteara yo tenía una esposa, un hijo y una vida feliz. Lo compruebo al verlos juntos. Yo formaba parte de ellos y estoy seguro de que era plenamente feliz.

Lo era, y ahora... No sé lo que soy.

Tomo aire. Mucho aire y lo suelto despacio.

Ismaíl.

Así se llama el niño. Un niño regordete y lindo que cuando apenas me vio corrió hacia mí, me abrazó las piernas y me susurró varias veces papá.

Fue una escena que... No me generó nada. No me hizo sentir nada. No me movilizó.

No sentir nada es la peor cosa del mundo.

Que me llamara papá, y que en mí no provocara amor, indiferencia, o el más mínimo deseo de devolverle el abrazo, fue una tortura.

Él parecía ilusionado y que yo no estuviera a la altura de su expectativa me dejó un nudo en la garganta.

Se marchó con cara apagada, lágrimas en los ojos y los hombros hundidos, después de nuestro fugaz encuentro.

Una mierda.

Hay instantes en que pienso que tengo todo bajo control. Que estoy bien. Que no necesito la ayuda de nadie y, llegan estos ratos en dónde me duele la cabeza de cuestionarme hasta la manera en que respiro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.