Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO VEINTISIETE

Me estiro y bostezo. Voy entreabiendo los ojos y busco con la mirada las cortinas que cubren el ventanal. El sol apenas está saliendo.

Muevo la cabeza para ver la hora en el reloj sobre la mesilla de luz. Ni siquiera son las seis.

Vuelvo a acomodarme en la cama, cierro los ojos y me doy la vuelta. Todavía me queda un buen rato para seguir durmiendo. Ismaíl no se despierta antes de las siete y media jamás.

Me acurruco en los almohadones.

El calor corporal, la tibieza de una respiración, el olor a loción mezclada con hombría, la punta de su nariz tocando la mía.

Con el corazón latiendo a mil abro los ojos.

En acto reflejo me separo hasta quedarme en el borde.

Su boca, su mirada centellando, su torso desnudo, y su brazo extendido a lo ancho del colchón son lo primero que veo.

—¿¡Qué estás haciendo en mi cuarto!?

Me cubro el pecho. El escote de mi blusa revela más de lo que debería.

«Es Mi esposo, idiota»

«Se ha metido mis tetas en la boca más veces de las que puedo recordar y ahora me la doy de tímida»

Me agita su postura. Es extraña e inquietante su actitud. Me aborda el pudor. Me intimida, me cohíbe.

Me tapo hasta la cintura y le señalo la puerta—. ¡Sal de mi cuarto!

Una sonrisa que manda descargas eléctricas por todo mi cuerpo atraviesa su rostro.

—Tu... ¿Cuarto, dices?

—MI CUARTO —recalco.

Se despereza, se sienta en la cama y pone sus manos en la nuca.

No piedo detalle. Sus brazos se ensanchan cuando lo hacen y puedo ver otro de sus tatuajes que va desde la coyuntura hasta el comienzo de su axila tupida en vello.

—Creo que ahí te estás equivocando —toma aire, lo suelta despacio. Me está poniendo demasiado nerviosa—. Si somos marido y mujer, ESTE, también es mi cuarto. Y ESTA —sus ojos se achinan al punto de tornarse desafiantes—, también es mi cama.

De un salto me pongo de pie. Conmigo arrastro la sábana. Me enredo en ella como si estuviera totalmente desnuda. No me importaría rodar como matambrillo o que se ría de mí, sólo quiero que se vaya. No me hace bien que esté aquí y tampoco es sano para su recuperación.

—Tu dormitorio está abajo —rodeo la cama. La colcha cae al suelo y la sábana termina saliéndose del borde.

Lo destapo. Tiene el chándal puesto y no puedo quitar la vista de su bulto. No puedo por más que desee.

El pantalón es muy ligero. Marca a la perfección la longitud y el grosor de su miembro.

—Yo no pienso dormir en el cuarto de los huéspedes —su voz es determinada—. Esta es mi habitación —se levanta—. Esa esa es mi cama —viene hacia mí—. Y tú eres mi mujer.

Intento retroceder pero la sábana me aprieta como un chaleco de fuerza. Si doy un paso hacia atrás me voy a caer.

—Tienes razón —le enfrento, al ver que se me acerca más de lo razonable—. Pero por ahora no se me antoja que estés aquí.

Su semblante es inescrutable. Duro como piedra. Tan duro como lo que tiene entre las piernas y que no logro dejar de mirar.

—Estoy acá desde anoche. Y acá me voy a quedar todo lo que se me pegue la gana —sus dedos tocan la sábana justo a la altura de mi busto. Le pego un manotazo pero no la retira—. ¿Qué pretendes tapar? —pregunta en un susurro—. Anoche vi hasta por demás. Obviamente no lo sabes pero durmiendo ofreces un espectáculo glorioso —jalonea la sábana hasta que me la arrebata y esta cae al suelo.

—¡Ya basta! ¡Tch! —sigo dándole manotazos—. Largo, Rashid. Por favor.

Camino marcha atrás. Y él avanza.

No se va a detener por supuesto. Está claro en su postura, en su seguridad.

Le va a valer vergas lo que yo le diga.

—¿A dónde te vas? —me sujeta la muñeca y tira. Me pega a su pecho. Su piel trigueña, tatuada y suave roza mi blusa. Mis tetas se aplastan contra la dureza de sus pectorales y solamente eso me roba un suspiro—. Vamos a jugar un rato —me susurra al oído con su matiz tan seductor, tan ronco, tan varonil.

—No tengo ganas.

—Te vas a divertir —sus manos van a mi culo, amasa mis nalgas y me presiona contra su entrepierna—. Vamos a jugar a que llevamos una vida normal. Que no tengo amnesia. Que nos despertamos una mañana demasiado excitados y necesitamos coger duro y rico como nunca —la sensación de sus manos en mis glúteos, y de su miembro duro apretándose entre mis muslos me pone caliente.

—No quiero —digo con casi nada de autocontrol.

—Sí quieres —pasa su lengua por mi cuello—. De lo contrario ya te habrías puesto insoportable. Ya me habrías echado a patadas. O me habrías insultado. Pero no hiciste nada de eso.

Cierro los ojos y trago saliva.

—¿Y qué? ¿Acaso viniste a buscar clases de sexo?

Succiona mi cuello con fuerza. Gimo y me quejo.

—Me gustaría ejercitar la memoria en ese sentido —baja los tirantes de mi blusa con una mano y libera mis senos—. Me encantan —aspira el aroma de mi piel. La punta de su nariz roza mis pezones, endureciéndolos—. Son grandes —se mete una de mis tetas en la boca y echo la cabeza hacia atrás de puro gusto—, y firmes —su lengua recorre la aureola, sube hasta mi clavícula y va a mi otro seno. Lo chupa sin ninguna delicadeza. Sus dientes atrapan mi pezón, tiran apenas de él. Me aferro a su nuca, mientras su boca devora mis tetas.

Chupa una, magrea otra, las junta, las aprieta, pasa su lengua por el monte que forman ambas.
Me enloquece con lo que hace. Podría correrme con sus labios en mis pechos.

—Me gustaría tenerlas apretándome la verga —ronronea, haciendo que mi coño palpite.

—Claro —lo obligo a levantar la cabeza. Es el morboso momento con el que fantasee ayer—, tal vez algún día. Uno de esos en que no te comportes como cretino, te recuerde cuánto te gustaba tenerla aquí.

La picardía reluce en su mirada.

—¿Me corrí en ellas?

Su pregunta me empapa. Estoy ardiendo.




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