Lo que me dijo no pinta bien. No me gusta para nada.
—Yo... Yo —Meredith tartamudea—. Si...
—Ve tranquila —palmeo suavemente su mano.
Está nerviosa.
Teme por la reacción de Rashid frente a Teo y la entiendo.
Ayer nos mostró su lado más agresivo en la primer sesión de terapia.
Se puso violento y se negó rotundamente a tener trato con su terapista.
No estuve presente en la sesión pero sí le escuché rugir como un león enjaulado.
Luego se calmó.
Después de un buen rato de haber descargado toda su frustración, logró lo que ellos, los especialistas llaman autorregulación, y pudo tranquilizarse.
Hoy, el temor a episodios aislados de un comportamiento violento e impulsivo se mantiene latente.
Esa es mi mayor inquietud: su temperamento.
—De ninguna manera —estoy por ir tras Meredith pero él me agarra por el codo y tira de mí.
—¿Disculpa? —su forma de sostenerme me pone en alerta.
Cierra la puerta con fuerza y se interpone en mi camino.
Trae la cara contraída en una mueca de enojo. Sus labios se tuercen en un gesto que denota irritación.
Se ve temerario. Y posesivo. Así es él: queriendo tener el control de absolutamente todo... Incluyéndome.
—No vas a ir con él —sus palabras salen de su boca con dureza y frialdad—. No quiero que hables con él. No quiero que estés a solas con él.
Con delicadeza remuevo el brazo y me zafo.
—No me des órdenes.
—No es no —demanda con autoridad.
Me hago a un lado. Necesito que se corra para poder salir del dormitorio.
—Nicci —eleva el tono de voz con su advertencia y se acerca a mí con la amenaza destellando en su mirada, en su mandíbula apretada, y en sus puños cerrados.
—No soy tu esclava. Y no decides por mí. No eliges con quien hablo, a quien veo, con quien me reúno —no le doy mayor explicación. En una situación tan volátil, donde su carácter es tan versátil e impredecible, las explicaciones son puro relleno que él no va a querer comprender.
—¡¿Porqué me tomas el pelo?! —su furia va en aumento.
—No lo hago. Estás vulnerable y recreas cosas en tu mente que se alejan de la realidad —me balanceo para un lado y para para, buscando salir.
—¿Re... Qué? —lanza una risa casi siniestra—. Puede que no tenga memoria ni recuerdos pero no soy un estúpido discapacitado. Yo sé qué es lo que pasa...
—¿Ah si?
No debería pero mi carácter le gana a mi paciencia. Y mi paciencia se está agotando.
—El tipo se muere de ganas de ligar contigo. ¿O no te diste cuenta?
Ruedo los ojos.
—No hables tonterías —me aclaro la garganta—. Hazte a un lado. Quiero salir.
—Se le nota —masculla sujetándome ambas muñecas—. Si pudiera desvestirte y follarte, no pondría reparos en hacerlo.
—Es tema de él —mis palabras chocan contra su rostro por la cercanía que tenemos—. Es su problema.
—Pues sus problemas son también los míos. Si fuera cualquier mujer me valdría tres vergas lo que haga, pero eres mi mujer; mi esposa. No vas a hacerme quedar en ridículo. No vas a ir con él y punto.
Arqueo una ceja.
—¿Ah no?
—No.
—Pues no veo los papeles de matrimonio por aquí cerca, y tampoco una alianza en tu dedo que lo confirme.
Empieza a pestañear y me suelta.
Está confundido y eso me hace sentir una basura.
No tendría que haberlo dicho. Se supone que debo ayudarlo, no contrariarlo más. ¡Pero es que me saca de quicio!
—¿En verdad sigues viéndome como un estúpido? —repara en sus manos y luego levanta la mirada. Una mirada iracunda y sombría que se posa en mí.
Aprieto los labios, conteniéndome de responder.
Quiero salir. Me asusta lo que siento y lo que me pasa. Que su actitud me guste y me asfixie me tiene agobiada.
Estoy quedando mal de la cabeza.
—¡Los papeles me los meto en el culo pero no me veas la cara, Nicci! —arruga el ceño y suspira profundo—. Tú tienes mi alianza, colgando del cuello —vuelve a suspirar y extiende la mano hacia adelante—. Devuélvemela.
Inconscientemente toco mi cuello—. No
Le pega una piña a la puerta y brinco del susto.
—¡Qué mierda te pasa! —brama—. ¿Qué puto juego te traes entre manos conmigo?
—Ninguno —trago saliva. Su descontrol momentáneo me da el espacio de abrir—. La alianza se la voy a devolver a mi marido. Se lo prometí antes de la operación y pienso cumplirle.
—¿Qué me prometiste? —su pregunta sale ronca y entrecortada.
—Que te la devolvería cuando regresaras a mí. Entero —me callo un instante—. Se la voy a dar al hombre que me amó desde mi adolescencia...
—¿Pero? —me ve cruzar el umbral—. Dímelo.
—Que no eres ese hombre. No puedo darte algo que no te pertenece —me toco la cadenita—. Esto representa más que capricho. Y eso es en lo que me estoy convirtiendo ahora, para ti.
Su quijada se tensa, aunque intente relajarse. Quiere aparentar tranquilidad pero el enojo pareciera que brotara por sus poros.
—Pues ve conformándote con ésto —dice sombrío—. Porque aunque me esfuerce por llenar todos mis espacios en blanco o me someta a mil tratamientos, la posibilidad de no volver a recordar es grande; es inmensa. Y si eso sucede, ¿qué vas a hacer? —se ríe. No lo hace con cinismo, pero sí con rabia—. ¿Me vas a dejar si no llego a amarte como antes? ¿Me vas a dar la espalda si no me comporto como el tipo que era antes de la amnesia? —sus labios se fruncen en un gesto severo. No se curvan. Se quedan rectos y apretados. Para mi asombro abandona la habitación antes de que yo lo haga y caminando por el pasillo, enfatiza—. Si esa es tu intención —no voltea a verme—... Te voy a odiar con la misma intensidad que alguna vez te quise.
Mi corazón se pone a latir demasiado rápido.
Estoy en la cima, bajo a velocidad de la luz y me estrello contra el piso para luego volver a despegar. Así me tiene esta situación...