Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO TREINTA

—Tranquilo, Rashid, estábamos manteniendo una conversación, simplemente —Teo levanta la mano y la balancea en son de transmitirle calma. 

—No me importa —sus dedos se hunden en mi hombro. Está claro que en vez de tranquilidad, Baptista está consiguiendo lo contrario—. No quiero que le hables. No quiero ni que le respires cerca. 

—Fue suficiente —me muevo y Rashid quita su mano de mi hombro—. Teo le voy a pedir que se vaya de nuestra casa. 

Él pestañea sorprendido. 

—Eso no va a poder ser, Nicci. Sabes que es necesario continuar las sesiones. No tienes el permiso médico para rechazar una sesión de terapia que fue estrictamente establecida. 

Me adelanto un par de pasos y respiro profundo. Mis latidos pegan con fuerza en mi pecho, mi garganta está seca y mis manos no paran de sudar pero aún así saco toda la determinación existente para mantenerme firme. 

—Soy la tutora legal de mi marido —camino hasta la puerta—. Yo decido por él así que voy a pedir dos cosas: la primera es que se vaya de mi casa. Y la segunda es un cambio de terapista. 

—Eso tampoco va a ser posible Nicci —Teo se me acerca. Rashid también—. Soy de lo mejor en mi especialización. 

—Pero eres un profesional de la mierda —su mano se posa en mi abdomen y se interpone entre Baptista y yo—. Podrás ser el mejor terapeuta pero te mueres por acostarte con mi esposa y eso te deja en una situación poco ética. No me gustan las situaciones poco éticas. Me ponen nervioso y me descontrolan, así que si vuelves a sonreírle yo voy a hablar con Valente Alves para que te retire del tratamiento. Y aparte... Te voy a partir la cara. 

Sus hombros suben y bajan rítmicamente. Está colérico. 

—Si me marcho, es porque no considero apropiado iniciar la sesión en un ambiente un tanto hostil —Teo se encoje de hombros y se cuelga el maletín—. Espero que tengan una agradable jornada y Nicci —sus ojos se posan en mí—: no olvides lo que te dije. 

Rashid retira la mano de mi abdomen y se yergue. Es tan intimidante cuando se lo propone. 

Cohíbe. Y si se le provoca, más que eso, causa pavor. 

—Voy a comunicarme con Alves en cuanto pueda —la voz del arabillo sale de su garganta como un venenoso serpenteo. Es baja pero peligrosa y amedrentadora—. No vas a seguir siendo mi terapista. 

La sonrisa que le dedica Teo es desafiante. 

—Ni con el carácter, todo tu dinero y la insistencia del mundo, vas a conseguir que Valente me quite a mis pacientes. Estás amnésico y sufres de un trastorno emocional. La balanza no se inclina a tu favor, así que tómate el día para calmarte y estar con tu familia. Luego retomaremos. 

—Baptista, ya lárguese —intervengo, impaciente. 

Teo sale de la casa sin decir más y el arabillo lo sigue. Sus pasos son rápidos y ágiles. 

—Rashid —me apresuro hacia él. 

Tengo que evitar que cometa una idiotez. 

—¡Rashid!—lo tomo de la manga de su camiseta y tiro la tela elastizada hasta que logro que voltee y me mire—. ¡Es suficiente! —cuando se concentra en mí bajo el tono-. Tranquilo, okey? Vamos a reunirnos con Valente y vamos a pedir otro terapeuta. 

—Suéltame —sin mostrar ningún indicio de calma, bruscamente aleja su brazo, haciendo que retroceda—. ¿No te das cuenta de las cosas? 

Pestañeo. 

Me siento desconcertada y nerviosa. 

—Si te di la impresión equivocada discúlpame. 

Arquea una ceja. Ni por asomo se tranquiliza. Cada cosa que digo parece enfurecerlo más. 

—¿Disculparte? —pregunta. 

—No medí el alcance de lo que le pasaba a Baptista —admito—. Jamás pensé que podía llegar a cruzar los límites así. Nunca creí que arriesgaría su carrera y su profesión por... 

—¿Querer follarte hasta el cansancio? —su conclusión, dicha desde el recelo, me pega en el pecho—. Cualquier tipo con la verga bien puesta y las hormonas alborotadas querría follar contigo, Nicci. 

El ruido del automóvil de Teo desvía nuestra atención, uno del otro. 

—¡Te estoy pidiendo disculpas cuando en realidad lo único que hice fue hablarle! —exclamo, escudriñando su cara—. ¡Te estoy diciendo que vamos a cambiar de terapista! Que haremos lo posible por pedir que se le investigue y si te sientes más seguro, que le quiten su licencia. ¿Qué más quieres de mí? —mi voz sale en un alarido—. No puedes encerrarme en una jaula para que nadie me hable o me mire. 

Su mandíbula se tensa al punto de darle a su rostro un aspecto sombrío. 

—Que me defendieras —dice—. Quería ver a mi mujer con los ovarios para defender a su marido el amnésico —toma aire, pasa por mi lado con las manos en sus bolsillos—. Quería que me obedecieras y que no te acercaras a él, pero lo hiciste. Quise que me dieras mi lugar cuando tuvo la osadía de besarte las mejillas pero ni siquiera reaccionaste. 

Trago saliva. 

—Rashid... —susurro. 

—No voy a encerrarte en una jaula, pero te juro por lo que más ames, que si debo pegarle una piña a cada tipo que se te acerca, lo voy a hacer sin reparos. 

Por unos segundos su respuesta me deja boquiabierta. 

—¿Acaso te detienes a razonar lo que dices? —entro y cierro la puerta—. Lo que dices y encima cómo te comportas. 

En medio del recibidor frena y gira, enfrentándome. 

Sus ojos brillan, me fulminan. 

—¿Cómo me comporto yo? O mejor dicho, ¿cómo te comportas tú? —pregunta desdeñoso. 

—¿Qué? 

Levanta el mentón y me mira con desaprobación al mismo tiempo que niega con la cabeza. 

—Lo escuchaste perfectamente —masculla—. ¿Qué mierda te pensaste? ¿Que si le coqueteabas a semejante idiota ibas a terminar dándome celos? —se ríe con sarcasmo y frivolidad—. Te equivocaste. Porque yo no estoy celoso. Sólo pretendo ocupar el lugar que me corresponde y que tú me respetes. Si eres mi esposa, eres mi mujer. Mía, en todos los aspectos, te guste o no. Y no vas a dejarme jamás en ridículo frente a nadie, ¿lo oyes? Jamás. 




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