Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO TREINTA Y UNO

RASHID

Es hermosa.

Si sonríe, es hermosa.

Cuando me besa, es ardiente... Y hermosa.
Si Venus se personificara en una mujer, estoy seguro que tendría su rostro y su cuerpo.

Sin embargo cuando se enoja...

Cuando se enoja mi cabeza vuela y mi corazón se pone a latir como loco.
Mi adrenalina se va por las nubes y empiezo a transpirar de miedo, de excitación y de nerviosismo.

Nicci es una mujer que en todas sus facetas me sorprende y me maravilla.

Es inofensiva, dulce y apacible como una mascota cuando se le acaricia el lomo.
Pero si se enfurece, saca las garras, ruge como una leona y no le importa a quien tenga que llevarse puesto; realmente no le importa; destroza al que sea, sin dudarlo.
Y es eso en su carácter tan particular e impredecible lo que me pone peor, lo que me pone a la defensiva, lo que saca lo más grosero y prepotente que guardo en mi ser.
No tengo control. No me puedo dominar por más que lo intente. Me vuelvo un absoluto cerdo, un mezquino, un maldito desmemoriado que lucha contra todo lo que siente, y la indispone, la ofende y la provoca.

Me apoyo en la pared y sigo tocándome la mejilla. Todavía me duele su cachetada, pero sé que me la merezco. No debí decirle lo que le dije.

Agudizo el oído para escuchar la conversación que tiene en la cocina, con su amiga. La que acaba de entrar, como comiéndose el mundo y que me miró con espanto, con cara de "tú, bicho horroso, no deberías estar aquí".

Respiro profundo y me resigno a husmear en la charla. Hablaban de mí, porque oí mi nombre pero no pude captar mucho más.

Recargo la cabeza en la fría pared y me pongo a pensar.

Pienso, me esfuerzo en recordarla, en cómo era ella antes de esto.
Me duelen las sienes, intentando acordarme, al menos, si alguna vez la he tratado así. Si he sido tan hijo de puta.

Me masajeo los pómulos de la tensión que me produce el esfuerzo. Mis facciones se contraen y mi cara también empieza a dolerme.

Me da miedo perderla. Me da miedo que se vaya. Que me abandone, cuando ya no pueda soportar lo que soy, lo que digo y lo que hago.

Me da pavor. Un pavor que recorre mi cuerpo como electricidad, al suponer que tal vez ya no me cure, que nunca vuelva a recuperar mi memoria, ni aquello que era y que quedó en el pasado.

Siento pánico de mí mismo, porque cuando un hombre se le acerca, quiero alejarlo de ella a puñetazos.

Estoy envenenándome y cuando descargo mi recelo y mi enojo, la cago. Me doy cuenta de inmediato. Estoy en modo automático y no logro corregirme.

No limitar mis impulsos me desespera. Entro en un estado sísmico. Me consume la rabia, las ansias de querer y no poder, la angustia porque el descontrol me confunde y me enferma.

Me siento un vil gusano cuando me comporto como la mierda y me toca ver sus ojos de encanto; su mirada llena de brillo, de recuerdos atesorados, de tristeza y de ese amor que yo no puedo devolverle.

Me asfixia el hecho de no amarla.

Me encanta oír su risa y cada vez que reparo en su cuerpo, sólo lo imagino sobre el mío; desnudo, terso y caliente.

Incluso su cachetazo me movió el piso.

Soy un jodido enfermo por admitir que me gustó.
De Nicci me gusta todo, pero estoy como en el limbo, en medio de un bloqueo que me llena de ella o del pequeño que muero por abrazar y que no me permite ir más allá del anhelo.

No puedo cruzar la línea que existe entre expectativa y realidad.
No puedo manifestar el cariño que pone a vibrar mis terminaciones nerviosas, cuando Ismaíl se asoma o pretende acercarse mí.

Me duele el pecho al no poder decirle a mi hijo que lo amo.
Que lo amo por ser mío. Carne de mi carne. Algo que ella y yo creamos.

Jooodeer...

Me gustaría que Nicci estuviera en mi mente. Que buceara en mis pensamientos y en todo lo que quiero decirle pero que nunca sale de mis labios.

No quiero que me justifique, sólo deseo que sepa cuánto miedo me da quedarme así. Siendo un tipo incapaz de exteriorizar lo que le sucede, metido en el carrucel de una montaña rusa que permanentemente me hace subir y bajar y que al final del día me deja sumergido en la amargura.

Que me vuelve un sujeto negativo y lleno de oscuridad. Inseguro, despreciable, posesivo y controlador.

—Desde ya te digo que nos vamos al parque y cuando te tranquilices lo charlamos.

El sonido fuerte y gritón de su amiga me saca de mi embote mental.

Me enderezo y tomo mucho aire.

No me había dado cuenta de cuán inquieto estoy hasta que cerré las manos en puños y los guardé en mis bolsillos.

Mis palmas sudan y están heladas. 

Las dos enmudecieron al salir de la cocina y reparar en mí.

—¿Necesitas algo? —pregunta con la deliciosa frialdad que a veces la caracteriza.  

—Sí —digo con calidez y lentitud, notando que evita mirarme—. Informarte que voy con ustedes.

—¿Qué? —se centra en mi camiseta, aclarándose la garganta y abriendo muy grande sus dos perlas esmeraldas—... ¿Qué dijiste?

—Por favor, mírame, Nicci —su obediencia me sorprende—. Voy a ir con ustedes. Quiero acompañarlos... Si es que se puede.

Su semblante se endurece.

Es inevitable no sentirme atraído incluso cuando se pone hostil y aguerrida.

—Yo... Yo creo —su amiga alza la voz—. ¡Vamos entonces! ¡Vamos que odio esperar!

Me toco las sienes cuando las palabras salen de la boca de esa mujer.

¡Pero qué tipa más chillona!

Sus cuerdas vocales, agudas y altas son el tormento de cualquier tímpano.

—¿Disculpa? —la rubia me mira. Nicci por otra parte me ignora completamente. Se pone a buscar algo en una cartera—¿Me hablas a mí? —se señala el pecho y enseguida, detiene a Ismaíl, que venía expreso hacia mí.

—Sí, te estoy hablando —contesto molesto. Quería que el niño me saludara—. Te llamas Brunella, ¿verdad? —el fervor en su negativa me hace entender que no le estoy atinando—. ¿Brunilda? ¿Matilda? ¿Bru...




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