Llevo largo rato.
No sé cuántas horas pero sí sé que de a poco está empezando a amanecer.
El cantar de los pajaritos y la claridad después de una noche oscura y agobiante, comienzan a asomarse por la ventana.
Él duerme. Después de haber llorado por el fallecimiento de sus padres, de haber revivido el dolor de perderlos tan trágicamente, mi arabillo duerme.
Enseñándome su lado roto, triste y desconsolado me repitió una y otra vez la historia que su memoria se encargó de refrescarle en sueños y que yo, desconocía en detalles.
La forma en que su madre murió, siendo consumida por el cáncer. Y la fatal decisión que tomó su padre, días después, al quitarse la vida con un arma de fuego.
«Odio las armas. Haber recordado a mi padre y cuán cobarde fue, me hace odiar y temer a las armas»
«Él no me amaba lo suficiente. Si amas a alguien no lo dejas. No tomas tan cobarde decisión. Porque el suicidio es una decisión de cobardes»
«Quienes eligen esa salida; la fácil... No merecen mi melancolía. Tampoco mi pena y mucho menos mi amor»
«Supongo que podría perdonar una mentira, una infidelidad o incluso una traición pero jamás perdonaré que alguien que me importa, se vaya de mi lado. Si se va, sea cual sea la forma, significa que nunca me quiso lo suficiente como para hacerme parte de su existencia»
No sé cómo retrucarle a eso y tampoco supe cómo decirle que pensamos distinto. Que no es una salida fácil, y tampoco cobarde. Que no abandonas a quienes amas sólo porque sí. Que a veces es tu mente quien se enloquece y no para de repetirte que no vales nada, que no tienes nada para ofrecer, que llegaste hasta un punto en el que se te fueron hasta las ganas de vivir.
Quise decirle aquello que pasó hace años pero sabía que no iba a ser buena idea. Que no lo entendería. Que todavía no está listo para escuchar ciertas cosas.
Este recuerdo, que explotó en su memoria con la potencia de una granada en pleno estallido, va a tomar días en ser procesado.
Valente me explicó que cuando se tratara de recuerdos llenos de dolor, Rashid iba a mostrarse ausente; que estaría pasando por un momento de duelo, otra vez.
Y es que fue un hecho que lo marcó. Marcó su vida, su camino y hasta su destino. Un hecho que sin piedad alguna le dio lo que él estaba buscando: información de su pasado.
[...]
Vuelvo a suspirar. La pesadez me consume y mis ojos se cierran.
Tengo que dormir.
Necesito dormir aunque sean dos horas.
Me urge aliviar la tensión en mi frente y el ardor en mis párpados.
—¿Nicci? —su susurro y el movimiento que hace en la cama, me despabila—. Nicci, ¿estás aquí?
Su mano tantea el colchón buscándome. Cuando se encuentra con mi abdomen, se aferra con tanto desespero que no puedo siquiera girar.
—Acá estoy —me voy acomodando, hasta que quedo recostada de lado. Me acerco a él y estiro la mano hasta tocar su espalda. Puedo sentir su corazón, mientras mis dedos le acarician la nuca—. Tranquilo mi cielo. Ya pasó.
Se relaja. Lo noto en sus labios apretados y distendidos y en su frente libre de arrugas.
—¿Puedes... Tararear esa canción otra vez? —ronronea.
Sus ojos permanecen cerrados, sin embargo asiento como si estuviese mirándome justamente ahora.
En voz baja, y con mi mejor entonación, tarareo That's all, de Frank Sinatra por cuarta ocasión.
Sonríe al oírme y a pesar del mal momento que nos tocó atravesar, me siento plena. Estamos compartiendo un instante de confianza mutua. Un instante en dónde él es vulnerabilidad y yo su consuelo.
El sueño de nuevo me lo roba. Lo noto por su manera de respirar, lenta y acompasada. A mí también me va atrapando en sus redes porque con sutileza mis párpados se van cerrando y caigo.
Caigo al fin en el limbo de un sueño profundo.
***
—Nicci —su voz tan galante me llama—. Gitana, te estaba esperando...
Me extiende la mano mientras me aproximo.
Luce arrebatador.
Usa un traje negro. Es elegante, de marca como todo lo que acostumbra.
El negro es uno de mis colores favoritos cuando de mi esposo se trata. A él le queda de infarto. Le da magnetismo, lo vuelve más imponente de lo que ya es.
Mi Flautista de Hamelin.
Es tan manipulador y encantador al mismo tiempo, que sólo pronunciar mi nombre bien puede elevarme al cielo o empujarme directo al precipicio.
Agarro su mano, cuando estamos lo suficientemente cerca, uno del otro.
Miro hacia abajo y me deleito en mi vestido. No sólo Rashid está elegante, yo también.
La tela es larga y suave. Creo que es seda. Una tersa seda satinada en color carmín, que cubre mi piel.
Es ceñida como un guante de terciopelo y escotado como aquel vestido borgoña que usé en nuestra primera cita.
Sin dejar de sonreír recorro con la mirada el restaurante que eligió para la cena.
Sublime, digno de reyes y príncipes. Refinado con sus lámparas de arañas en cristal, decorando los altos techos. Hay una orquesta de música instrumental, tocando en un rincón alejado de nosotros.
Un camarero retira una silla y en una reverencia me invita a tomar asiento.
Lo hago, porque mi enigmático marido acaba de sentarse y en un susurro ordena el menú.
Me doy un tiempo para reparar en mi reflejo. Me lo devuelve un ventanal adornado de la oscuridad de la noche y las luces del lugar.
Me gusta lo que veo. Cómo me veo.
El alto y tirante moño sobre mi cabeza y el labial rojo que va en sintonía con el vestido.
Me siento... Deslumbrante y también bastante nerviosa.
No puedo parar de taconear. Hay algo que me inquieta, que está empezando a perturbarme, que no me cuadra.
—Rashid —susurro cuando el mozo se retira—, ¿qué es ésto?
Sus ojos oscuros y brillantes me escudriñan. Puedo apreciar su sutil sonrisa cuando se inclina hacia mí.