Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

Aprieto los labios y me quedo en silencio, mirando a Ismaíl e intentando no sonreír como estúpida.


Con esto se me acelera el corazón.
Con él las cosas siempre son así, me lleva a un nivel de adrenalina inexplicable aunque no lo quiera. El voltaje que le da a mis latidos supera el efecto de cualquier narcótico.

—Oye —sus yemas rastrillan el dorso de mi mano y mi antebrazo—. Te sonrojaste...

—Cuando dices esas cosas me sonrojo —con cuidado acomodo un cojín y recargo la cabeza de Ismaíl en él—. Es inevitable. Tus palabras poéticas ruborizan a cualquiera.

Paso por delante de sus narices, observándole con una ceja levantada y moviendo mis caderas en un andar de suaves vaivenes.

—¿Te vas? —sus ojos me recorren con picardía.

—Voy a la cocina a preparar algún bocadillo. Estoy famélica.

Avanzo y escucho que se levanta para seguirme.

Abro la puerta doble de vidrios ahumados, entro a la cocina y finjo que no está detrás de mí.

Me pongo a analizar lo que hay dentro del refrigerador. Necesito algo sustancioso y lleno de carbohidratos.

Ensalada, la cena de anoche, mermelada, queso.

Diu...

Yogurt, paté, crocante de manzana, los cannoli de Meredith...

Los... Cannoli...

Se me revuelve la barriga de pensar en los canoli de ricotta, pasas y nueces.

¡Ahgh qué asco! 

No es nada de lo que mi estómago está reclamando.

Mejor preparo té con el budín de naranjas que compré en el supermercado. Al menos eso no me da náuseas cuando lo veo.

—¿Te dije que eres hermosa? —me sorprende, tomándome por la cintura.

Su agarre me produce un cosquilleo en la espalda.

—Lo dices a menudo —susurro dándome la vuelta.

Llevo mis manos a su nuca y lo acerco a mí.

—Me tienes medio tonto y eso me hace sentir más idiota de lo que ya me siento.

—Qué bonito cumplido —rozo mis labios contra los suyos y la punta de mi nariz por sus mejillas.

—No pretendía halagarla, señora, que usted es como las gitanas.

Me recargo en frío filo del fogón de mármol.

—¿Cómo dices? —pregunto casi sin aliento.

—Me vengo informando —presume—. Y tú, eres una de esas gitanas de las que tanto leí en internet.

—Qué interesante —enredo una de mis piernas en la suya y araño suavemente su nuca, mientras habla.

—Eres de esas mujeres sublimes, que hipnotizan con la mirada. Que te llevan a cometer los actos más impensados e irracionales —sus ojos se fijan en los míos, su boca despierta mi apetito y su cercanía activa el calor, me pone en estado de ebullición—. Y yo haría lo que fuera por ti, Nicci.

—¿Lo que fuera? ¿De verdad?

Repaso mis labios con la punta de la lengua.

«¿Incluso decirme que me amas?»

Toma apenas distancia y toca mi frente, algunas hebras de mi cabello y termina acunando mi mejilla en su mano.

—Juro que podría adivinar lo que estás pensando justo en este instante.

Pestañeo y trago saliva varias veces.

—No sé cómo lo haces pero... No vayamos por ahí.

—No puedo decirte lo que no nace de mí.

—En el living, tus palabras me dieron vida —le corto—, así que no seas cruel. No me rompas ahora.

—Es que me gustas más que nada. Me gustas muchísimo.

Con delicadeza retiro su mano.

—Pero no puedes decirme que me amas. No puedes decirme que te mueres por mí —mis palabras le hacen retroceder—. Dices que podrías enamorarte otra vez, pero no puedes admitir que todo lo que te pasa conmigo tiene una definición y es amor. El jodido amor.

—Lo siento, Nicci —lleva sus manos a los bolsillos y agacha la cabeza—. Pero no quiero engañarte, no quiero mentirte y decirte cosas que para mí continúan siendo vacías.

—Ese es el punto —inspiro profundo y me enderezo—. No es una simple cosa vacía. Es un sentimiento que te quema hasta las entrañas en todo momento. Cuando hacemos el amor, cuando me buscas para que sea tu consuelo o tu manto de conversaciones, cuando necesitas reír o sólo necesitas estar en silencio.

—Nicci...

—Yo sí te quiero. Dios, te amo hasta el punto de volverme patética. Y te apoyo y te cuido, pero por favor, no digas cosas que me lastiman. Porque aunque tratas de no dañarme, sí que lo haces y los golpes duelen mucho.

De nuevo luce arrepentido. Cuando dice algo y luego se disculpa, el arrepentimiento parece que lo aplasta.

—¡Mamá! —Ismaíl, tratando de abrir las puertas rompe con la burbuja de tensión que nos rodea—. ¡Mami!

—Ahí voy mi vida —le ayudo, para que pase.

Nos mira, lo analiza todo a su alrededor y aprovecha mi descuido para apropiarse de una tableta de chocolate.

—¡Eres un niño travieso! —se la quito, le doy dos cuadraditos y ojeo mi reloj.

Son pasado el mediodía y en la casa no hay más por hacer.
Sin la sesión de Rashid, la tarde se vuelve larga y tediosa aquí.

—Estaba pensando que podríamos salir a pasear —la enorme sonrisa en la cara de mi pequeño príncipe afirma que sí quiere—. Podemos ir a comer a algún sitio y conocer aunque sea un poco de la capital —le revuelvo el pelo y sin perder la forzada mueca de algarabía en mi rostro, me vuelvo hacia Rashid—. ¿Qué dices? Un restaurante bonito y salir a caminar por las avenidas —trago saliva y hago acopio de mi entereza para ignorar lo que ocurrió; como si en realidad no hubiese sucedido nada—. ¿Vamos?

Él me sostiene la mirada. Una mirada dura y fría.
Se toma unos minutos para pensar la respuesta y al final, suspira profundamente.

—Que se diviertan —a secas, de lo más tajante e indiferente pasa por mi lado y se va de la cocina.

—¿Así van a ser nuestros días? ¿Eh?

Lo sigo enervada.

¡Estoy tan pero tan molesta!

Debería naturalizar este tipo de situaciones. Debería asumir de una putísima vez que efectivamente sí van a ser así nuestros días. Días de miel, rosas y espinas.




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