—Nichita, Ismaíl se quedó dormido.
Doy un último trago a la lata de cerveza y miro a Alex. Tiene las manos levantadas, a mi hijo con las piernas sobre su regazo y trae una cara de "no sé qué demonios hacer con esto"
—No te muevas, no hables, no respires —dejo la lata vacía sobre la mesa y me levanto del sillón.
No estoy ebria pero hace mucho no tomo alcohol, y dos latas de cerveza rubia bastaron para hacerme tambalear y reír por nada.
—¿Vas a probar el postre? Trajimos un lemon pie delicioso.
La voz de Bruna me produce aturdimiento y su cara me molesta.
Se la pasó toda la noche sonriendo y bromeando, como si nunca hubiera aparecido Kerem en esta casa.
—No quiero postre —murmuro, acercándome a mi pequeño.
—¿Traigo más cervezas? —insiste.
—Tomé dos y es más que suficiente.
—¿Rashid, otra cerveza?
Inspiro hondo.
Nadie quiere otra cerveza.
Quiero que te vayas de una vez, Bruna.
—No, gracias —mi hombre ardiente me toca los hombros—. Deja gitana. Yo lo llevo a su cama.
Me vuelvo hacia él y sonriendo le apunto con el dedo.
Bah... Apuntar.
Prácticamente le apuñalo la boca con mi índice.
—No estoy en peda —digo, dejando escapar una risita.
—No, claro que no —se contagia de mi sonrisa y pone a mi corazón a mil cuando sus dientes se asoman entre sus labios—. Pero... Hoy me toca a mí llevarlo a la cama.
Me rodea y va hasta Alexander.
El cuidado con que carga a Ismaíl me estremece y me llena de emoción.
Es inexplicable pero mi pecho desborda alegría al verlo.
Con nuestro bebé brazos, besándole la mejilla cada dos minutos y dándole arrumacos, camina hacia las escaleras.
—¿Me vas a perseguir hasta la habitación, patrona?
Sube los escalones y con las risas de fondo de Bruna y Alexander, lo sigo de atrás.
—¡Pues claro! —rechisto—. Que te toque cargarlo no significa que no pueda controlar cómo acuestas a mi hijo.
—Nuestro, nena —suelta un bajo y sexy intento de carcajada. Algo que suena más a bufido.
—En porcentajes, es más mío que tuyo —le discuto.
—¡Ah! ¿Y con qué vas a fundamentar eso mujercita?
—Es simple —soplo—. Lo tuve nueve meses dentro de mí, y salió de mí. Claramente es más mío que tuyo.
Subimos y vamos al cuarto donde duerme.
—Voy a refutar tu fundamento, bonita —lo deja en la cama. Le quita los tenis, el pantalón y los pañales de entrenamiento.
—Te escucho —le alcanzo un pañal para la noche, la talquera y su pijamas.
Tan suyo es... Que le ponga el pañal.
—Al momento de hacerlo —para mi sorpresa, lo viste con facilidad—, un momento que fue delicioso, estoy seguro... Puse mi buen grano de arena.
En eso...
En eso estoy de acuerdo.
Era arena.
Mucha arena.
Siempre es arena en cantidades sustanciosas.
Trago saliva cuando doy con su mirada entre pícara y acusatoria.
—Gitana sucia.
—¡Qué! —reprimo la risa y alzo mis cejas.
—No se puede hablar en serio contigo.
En lo que le da un beso a Ismaíl enciendo la veladora, el mosquitero portátil y el aire acondicionado.
—Discúlpame tatuajes sabrosos —mofo—. Olvido que eres psíquico y lees mis pensamientos.
Cubre el cuerpito regordete de nuestro hijo con las sábanas y un acolchado y permanece en silencio, observándolo.
—Podría quedarme horas viéndolo dormir —dice al cabo de unos minutos.
—También yo —apoyo mi antebrazo en su hombro y con mi nariz rozo su mejilla adornada de una sutil y suave barba—. La verdad... Ya quiero que se vaya todo el mundo.
—¿Todo el mundo? —expresa en un burlesco susurro—. Son apenas dos personas.
—Bruna equivale a toda la población de Roma.
—¡Gitana! —me sermonea sin perder la diversión en la voz.
—¿Qué? —hago un mohín—. ¿Está mal querer que se vayan y estar a solas con mi marido?
—Tú accediste a que vinieran.
—Ahora accedo a que se retiren.
—¡Nicci!
—¡Perdón! Pero es que una visita normal es hasta una hora normal. No hasta medianoche —me defiendo.
—Convengamos que la chillona no es de lo más normal que puedas encontrar por aquí.
Le pego suavemente en la mejilla con el dorso de la mano.
—Tampoco te pases —le reprendo.
—Estás enojada. Eso es lo que ocurre. Y he notado que cuando te enojas no puedes fingirlo. No puedes hacer de cuenta que todo está bien, si en realidad está del carajo.
Me pongo seria.
—Estoy en contra del comportamiento de Bruna. Me molesta que juegue con los sentimientos de los demás, incluso con los suyos propios.
—Pero no puedes entrometerte.
—Son nuestros amigos.
—Son líos de parejas.
—¿Parejas? Ahí no hay una pareja —replico—. Eso es un triángulo pasional muy extraño.
—Y aún así no te vas a entrometer.
Lo miro de reojo.
—No me mandonees.
—Lo digo porque quiero cuidarte, bravucona. Así sea una puta orgía, no te metas. Luego ellos solucionan sus dilemas, de la forma que sea pero los solucionan... Y tú te quedas en el medio; mal parada.
—Aunque tienes razón... No deja de molestarme —suspirando salgo del cuarto de Ismaíl.
Lentamente, mirando al suelo y contando mis pasos voy caminando a las escaleras cuando un fuerte tirón de mi camiseta y una mano tapando mi chillido se roban toda mi atención.
—Shh —su cercanía, su aliento, su habilidad y su osadía, del asombro me lleva a las risas.
—¡¿Qué estás haciendo?! —susurro.
Me empuja contra una pared, dentro de un cuarto oscuro.
Uno de varios, polvoriento, deshabitado y vacío, que adorna la casa.
—¿No querías quedarte a solas con tu marido? —pregunta con una sensualidad que me pone a temblar.
Cierra la puerta, y escucho que le pasa el seguro.
Queda la oscuridad, su cuerpo rozando el mío y el sexualmente tenso silencio que hay entre nosotros.