Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO CUARENTA

—No, no —empiezo a sacudir la cabeza—. Eso no puede ser ni remotamente posible. ¡No! —me altero—. ¡Qué bobada es esa!

Valente arquea una ceja y hace cara de "puede ser muy posible"

—Como te dije no es mi intención incomodarte, pero mi deber como doctor, sea la especialización que sea es advertirle a una persona, cualquiera, si algo en su cuerpo no anda bien.

Me toco la frente con frenesí y me encorvo.
Me encantaría sentarme en un rincón, abrazar mis rodillas y que nadie me hablara.

—Puedo tener una gripa —replico de forma ausente.

—Sí... —concuerda— Como tal vez podría ser un embarazo o una enfermedad mortal. No eres doctor, Nicci. No puedes hacer un diagnóstico de tu cuerpo. Mi responsabilidad es ponerte bajo aviso, ¿lo entiendes?

Sus palabras entran por uno de mis oídos y salen por el otro sin permitirme siquiera razonar lo que me habla.

No debo estar embarazada.

Eso sería lo peor que me podría pasar ahora.

No puedo. No puedo. No debo.

—Nicci —su mano se posa en mi brazo, pero yo no lo miro siquiera.

—No... —digo meciéndome de adelante hacia atrás.

—Observo las reacciones de mis pacientes y de los allegados de mis pacientes. Como mencioné no soy ni ginecólogo ni obstetra pero hay ciertos vestigios anatómicos y corporales que alertan.

Su palma abierta va a mi espalda para frenar el balanceo que lejos de calmarme sube mi adrenalina a niveles inexplicables.

—¿Cómo que?

—Te duermes en las sesiones de tu esposo —dice en un murmurllo conciliador que me abochorna—. Diez o quince minutos. No comes y eso que a veces estamos hasta pasados del mediodía trabajando con Rashid. Siempre estás pálida y desmejorada y te quejas de las constantes náuseas, de tus faltas de apetito o de tus hambrunas voraces y repentinas. Sales corriendo al baño con las manos cubriendo tu boca al menos dos veces en el correr de la mañana —lo observo, tan tranquilo, conteniéndome—. Aunque conversemos sobre suposiciones es mejor que te trates, te hagas los estudios clínicos y asimiles lo que te digo... Porque estoy seguro de tu embarazo.

—¡Soy tan estúpida! —me golpeo la frente con la palma de la mano—. ¡Qué idiota que soy!

—Nicci...

—No valen las justificaciones, Valente. He tenido mi cabeza tan puesta en mi marido, en mi hijo y en toda esta estresante y lapidante mierda que me olvidé de cuidarme. ¡Me olvidé! —suelto una carcajada—. ¿Cómo es posible que una mujer se olvide de cuidarse?

Me siento una reverenda idiota. Mientras Alves procura contenerme yo solo sigo cayendo en el profundo pozo de la idiotez mezclada con la realidad.

No es un disparate ni una tontería su observación.
Está más acertado que nadie en lo que me dijo.

Si me pongo a recalcular para atrás, llevo dos períodos sin la regla.

He estado tan sumida en la enfermedad de Rashid que me olvidé de cuidar mi propio cuerpo. Y esto no viene de ahora. No viene del sexo que estamos teniendo desde que nos instalamos en Lisboa, hace casi un mes ya.
Esto viene de más semanas. Viene de las noches que aún con su agotamiento y malestar, aún con sus quimios y sus malos días, me buscaba para hacer el amor.
Viene de mis decisiones de abandonar los anticonceptivos, de llevar casi tres años de matrimonio teniendo intimidad sin ninguna protección, y sobre todo viene de mi ignorancia por pensar que si habían pasado tres años podían pasar algunos más hasta que nos inclináramos a buscar otro hijo.

Mi cerebro no puede dejar de repetirme que soy una estúpida y mi corazón se aprieta al punto de querer largarme a llorar.

—Nicci no tienes porqué ponerte así de mal. Quizá estoy equivocándome.

—No, no te equivocas —trago saliva al mismo tiempo que la angustia va bajando por mi garganta—. Son muchas las probabilidades de que sí, en vez de no. Estoy sintiéndome de la gran patada y la regla hace bastante no me llega. ¡Pero es que fui tan mensa! ¡Tan torpe!

Me sigo dando bofetones en la frente y Valente atina a sujetarme las manos.

—Respira, respira profundo e intenta tranquilizarte.

Inspiro hondo. Lo intento. El aire se queda atascado en mis pulmones.

—Siempre le resté importancia al hecho de tener otro hijo. Creía que no era nuestro momento como padres, o sencillamente que vendría si en verdad lo buscábamos —aprieto los labios un instante, haciendo una pausa—. Rashid y yo disfrutamos plenamente nuestra sexualidad y nunca utilizamos la protección adecuada al momento de intimar. Es que... Si no me había embarazado en dos años y medio de matrimonio, para mí era improbable la concepción justo en una etapa tan malditamente difícil.

—En mi experiencia personal aparte de médica —se endereza y toma aire—. Es impredecible y muy relativo. Mi madre no se enteró que estaba embarazada de mí sino hasta los siete meses de gestación, mi esposa, que fue intervenida por cáncer de ovario pensó que nunca tendríamos un hijo y a los dos meses de su operación quedó embarazada. La fertilidad y la reproducción continúan siendo todo un misterio para la medicina. No existe anticonceptivo completamente efectivo y tampoco una aseveración de que si no te proteges y tu pareja tampoco llegues a embarazarte o por el contrario, si tomas todos los recaudos no te vayas a llevar una sorpresa.

No. Él no me está entendiendo.

—Había mucho estrés, mucha tristeza y mucha amargura antes de emprender el viaje —replico con énfasis—. Rashid estaba haciendo quimioterapia y...

—Y aún así, la probabilidad de un hijo está latente. Siempre está latente.

Dejo de mirar a Valente para centrarme en la ventana.

Allí sigue mi arabillo luchando contra su jodida amnesia y esforzándose para triunfar en el reto clínico de hoy.

—Un bebé ahora no sería más que problemas —murmuro ausente, con la vista puesta en la mesa de terapistas—. Me da rabia contra mí misma lo que sale de mi boca pero es la pura verdad, serían problemas. Más problemas de los que ya tenemos.




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