Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

De salida al patio agarro un suéter para Ismaíl y cuando llego al jardín lo veo junto a Meredith.

Inevitablemente estoy debatiéndome entre reír o exponerlos.

Ahora ya sé quién es la que le enseña a mi hijo a cortar cuánta flor se le cruce por el camino.

—No Ismaíl así no se hace bebecito —están inclinados sobre un monte de tierra—. Tienes que agarrar el tallo con cuidado, ¡y no le arranques pétalos!

Me desplomo en el césped y a metros de distancia de ellos, me cruzo de piernas a lo indio.
Me agrada la brisita del aire, la suavidad del pasto y ese ligero rocío que moja la punta de mi nariz.

Melelid —la llama mi pequeño, sonsacándome una sonrisa—. Eta, es mía.

—Es tuya, pero porque sea tuya no significa que debas deshojarla —se vuelve hacia mi hijo y se arrodilla—. ¿A ti te gusta esta flor, bebecito?

—Sí.

Él le pone muchísima atención a lo que dice. Aunque no comprenda realmente de todo lo que habla, la concentración hacia Meredith es admirable.

—Entonces si te gusta ríegala, ponla en un sitio con mucha tierra y sol. Deshojarla sería hacerla sufrir.

Se pone tiste —le hace mohines.

—Cuídala y entonces crecerá feliz y bonita.

Del lamento, Ismaíl pasa a la felicidad y los aplausos.
Terminan de trasplantar las flores y mientras Meredith se endereza y se sacude la ropa, él sale a correr tras su balón.

—¿Llevas mucho rato ahí? —me al pregunta acercarse.

Levanto la vista y le dedico una sonrisa.

—Vine hace unos minutos —digo.

—Le estaba enseñando un poco de jardinería —su cara redonda como galleta, arrugada y blanca como la porcelana se contagia de mi mueca—. Es demasiado probable que cuando crezca se olvide por completo de esto, aborrezca tocar la tierra y prefiera no ensuciarse la ropa de marca, pero en tanto no crece...

Se hunde de hombros y yo niego.

—Ismaíl te adora —estiro las piernas—. Te adora muchísimo. Créeme que lo que menos hará será olvidarse de lo que vayas enseñándole.

Mis palabras le hinchan el pecho de orgullo. Se le nota en la complacencia de su sonrisa.

—Nicci, yo ya me estoy haciendo vieja, ¿sabes? Pronto lo que va a aprender van a ser mis mañas y mis rabietas.

Se me forma un nudo en la garganta cuando lo menciona.

Llevamos cuatro años juntas y me cuesta asumir que... Meredith, mi brazo derecho en todo, ya carga con el peso de su edad. Con los años llega la vejez, el impedimento de muchas cosas y al final, un ciclo que se cierra.

Levanto la mano y me aireo la cara para quitarme el ardor de los ojos y las ganas de llorar.

—Estás muy... —chisto y sacudo la mano al viento—. Olvídalo, yo estoy con un día de llanto y susceptibilidad horrendos.

—¿Quieres... Hablarlo?

—No —inspiro hondo—. No quiero hablarlo.

—¿Quieres una taza de té de esas que tanto te gustan? —niego—. De esas con menta, frambuesas y una pizca de jengibre.

—Gracias, Mer, pero no quiero.

Pasa por mi lado y acaricia mi pelo.

—Tengo que salir justo ahora. Necesito ir a la casa de las sedas. Vi una tela muy bonita por catálogo y la quiero comprar. Talves a la vuelta, le pida a mi modista un vestido nuevo.

—Mírate tú —giro la cabeza y la veo de soslayo—. Te convertiste en toda una mujer lisboeta. Qué placer.

Reprimiendo el bochorno me saluda de lejos.

—Regreso en unas horas por si te convenciste de querer charlar conmigo.

Vuelvo a suspirar profundo, me centro en mi hijo que aún no se percató de mi presencia y en nuestra soledad me toco el abdomen sobre la ropa.

Me gustaría sentirlo aunque sea demasiado pronto, saber que efectivamente está allí y que todo está bien.

En los próximos días empiezan los controles y la misma travesía de andar de médico en médico al igual que con su hermano mayor.

Desde ya estoy nerviosa. Y con nerviosismo presiono la palma de mi mano en mi ombligo.

Me da tristeza, nostalgia, ganas de volver a mi casa, a mi ciudad. Siento añoranza de mi antigua vida.

Quiero volver a trabajar. Quiero llevar a mi niño al jardín de infantes, y disfrutar del proceso de mi bebé.
Quiero estar en mi cocina, inventando recetas asquerosas para mi esposo.
Quiero salir a cenar con él o andar de paseo en familia como antes.
Quiero que todo vuelva a ser como antes y que Rashid sea el mismo. Exactamente el mismo que era antes.

Quiero mi vida antes de volar a Portugal pero con mi marido recuperado, porque esta realidad que estoy viviendo ahorita me da inseguridad casi todo el tiempo y más aún mucho miedo e incertidumbre.
Tener que centrarme en el presente; en el día a día y no poder proyectar a futuro me pone de lo peor.

Me siento del culo al ocultarle a Rashid que estoy embarazada, no sólo porque una parte de él rechaza el hecho de tener más hijos sino también porque en el fondo soy egoísta y todavía albergo la esperanza de que por arte de magia recupere la memoria antes de que mi barriga empiece a notarse.
Todavía guardo la ilusión de no llegar al punto en que cualquiera de los dos exijamos tomar una decisión drástica.

Escondo la cabeza en medio de mis rodillas y maldigo para mis adentros.

Estoy con una mezcla de emociones que inflan como un globo a punto de reventar.

Extraño a mi madre.

La extraño muchísimo.

Joder, la extraño y me da rabia que no haya venido a verme un sólo día.
Ella sabe que dentro de todo yo necesito de un abrazo suyo, un beso o un buen consejo.

Me molesta darme cuenta en momentos como estos, que por más que le haya perdonado o que hayamos recuperado parte de nuestra relación las cosas nunca van a ser como he soñado.

Gala Costas no será nunca una madre presente, cariñosa y contenedora.

De una buena vez tengo que ir acostumbrándome a que no todos tenemos la madre perfecta ni que existen los hijos perfectos. Que hay que adecuarse y amar lo que nos tocó en la repartición celestial.




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