Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

Los días se me pasaron de vuelo. Ágiles y veloces como el andar de un ave rapaz.

Quisiera que se hubieran tardado un poco más en dejarme parada justo en esta fecha.

Justo hoy.

Nunca disfruté de celebrar mis cumpleaños pero este en particular, que me regala mis veinticuatro y un embarazo en regla lo siento precisamente con ganas de festejarlo.

Tal vez sea la soledad en la que me vi inmersa durante los días que pasaron desde que supe que estoy esperando un bebé, que por una sola vez sentí deseos de recibir una tarjeta de esas que solía regalarle mi abuela a mi abuelo en cada cumpleaños y Navidad.
De tener aunque fuera un muffin con una vela para soplar.

Quise incluso salir a comprarme un dulce, envolvérmelo para obsequio y enseñarle a mi hijo el valor de un cumpleaños unidos pero ni siquiera eso pude hacer.

Me he levantado mareada, vomitando cada cosa que se me antoja comer.

Y mi ánimo no ha venido siendo el mejor. Fui a la obstetra que me recomendó Valente, y lo hice sola. Cuando ella me preguntó por el padre y le dije que él no lo sabía no pude contenerme. Me largué a llorar ahí mismo.

Me dio muchísima vergüenza conmigo misma pero no logré evitarlo.

Tengo tanta bruma y angustia encima que todo me hace llorar.

La soledad me hace llorar. La dulce e incondicional compañía de mi rey miniatura me hace llorar. La serie policíaca que miro a la noche debería ponerme furiosa pero por el contrario, me hace llorar.

Rashid comparte muy poco tiempo conmigo. Es como si hubiera nacido una brecha entre nosotros y eso me pone mal y me hace llorar.

Empezó a insertarse nuevamente en sus labores tal y como se lo propuso Kerem. Adoptaron una de las habitaciones desocupadas como despacho provisorio y se la pasan todo el día allí dentro, encerrados.
Sus días se han resumido a la terapia y ese cuarto que estoy comenzando a detestar.
Hablamos poco y aunque dormimos juntos, siempre acabo durmiéndome primero y él no está a mi lado.

He sentido punzadas de temor. Aguijonazos de inseguridad que cada vez ahondan más y más en mi pecho.

¿Qué pasa si esa es la vida a la que él empieza a tomarle gusto?

La vida de empresario, la vida lejos de la familia.

No he podido quitarme esta pregunta de la cabeza ni un sólo instante. 
Ni el hecho de que ha ido recordando vivencias al lado de sus padres, su estadía en Italia y la primera vez que nos vimos, cuando yo era apenas una niña.
Es que ni eso pudo acortar la distancia que día a día parece agrandarse más.

Para rematar, me tragué los reproches y me la pasé llamando a mamá para desahogarme, para sincerarme y decirle que la extraño. La llamé varias veces, la mayoría no me las atendió y la última, ayer de noche me la devolvió para manifestarme que estaba demasiado ocupada, que no tenía tiempo para hablar conmigo y que deseaba que todo estuviera bien.
  
Mi padre menos que mamá se interesó en contactarme y ni se diga Bruna.
No sé qué ha pasado con ella ni qué bicho le picó. No volvió a visitarme ni a escribirme. Ni siquiera me mandó un whatsapp para desearme feliz cumpleaños.

Ni ella ni nadie lo ha hecho.

Hasta Meredith lo olvidó.
 
[...]

La pantalla de mi tablet se enciende y mientras me balanceo en la hamaca de jardín la tomo en mis manos para comprobar que se trata de una vídeollamada entrante de Corina.

Acepto la comunicación y en tanto acaricio la cabeza de mi hijo que descansa en mi regazo, le sonrío a ella y a su ojo izquierdo acaparando toda la pantalla.

—¿Ahí está filmando? ¿Ahí se ve bien?

Se inquieta tratando de enfocar la cámara y las chicas del staff, haciendo eco de fondo, ríen a carcajadas.

—¡Sí, Cori! ¡Es que si sacas tu cabeza vamos a poder ver bien!

—¡Ah! ¡Okey, okey! —la pantalla empieza a dar vueltas y yo reprimo la risa. Cuando todo se acomoda aprecio el rostro rozagante de mi empleada y persona de confianza—. ¡Feliz cumpleaños jefaza!

Me sonríe con su forma tan espectacular y contagiosa de hacerlo y moviendo el celular me enseña a todas las chicas que también están deseándome feliz cumpleaños.

—Corina, que dulce, muchas gracias —expreso conmovida por el gesto—. Y gracias a ustedes muchachas.

Los rulos de Corina se interponen en mi visual y enseguida noto una copa.

—Esto es para ti, Nicci —la mueve suavemente—. Vamos a brindar por ti desde lejos porque eres grandiosa, porque te queremos y porque eres el mejor jefe que un empleado podría desear.

El enfoque nuevamente da en las muchachas. Las que trabajan en Milán y en Roma, todas y cada una de ellas están presentes en la vídeollamada.

—¡Salud, Nicci! ¡Chinchin! —dicen al unísono, alzando la copa hacia el teléfono que las está grabando.

Aprieto los labios, trago saliva y hago mi mayor esfuerzo para no llorar.

Realmente son adorables.

—No tengo más que agua a mi alcance para devolverles el brindis y dicen que brindar con agua es mal presagio así que les choco con mi tequilita sunrise imaginario.

Todas se ríen y yo les agradezco la atención que tuvieron.

—¿Qué tal estás, Nicci? —me pregunta Corina con esa curiosidad que emana hasta por su piel—. Creí que pese a la situación te encontraría celebrando.

Le toco la frente a Ismaíl que duerme la siesta en medio de un balanceo en la hamaca, y suspiro.

—La situación puntual no amerita festejos —miento, ocultando el hecho de que mis amigos, mis padres y sobre todo mi marido estaban tan ocupados en sus asuntos que se olvidaron de saludarme.

—Qué pena —se pone seria—. ¿Qué tal está tu esposo?

—Está... Está mejorando.

Vuelve a sonreír.

—¿Eso significa que te vamos a tener de regreso pronto? La verdad es que nos haces mucha falta.

—Si Dios lo quiere, muy pronto estaré de vuelta en Roma.




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