—Feliz cumpleaños, habibi —dice Rashid de pie al final de las escaleras—. Estoy desmemoriado pero este día no me lo habría olvidado por nada del mundo —extiende una mano hacia mí, cuando piso el último de los escalones—. Bonito suéter el que usas.
Sobo por la nariz y me limpio las lágrimas con el dorso.
—Es tuyo, ya lo sé —sonríe y su mirada cargada de picardía se achina—. Tenía frío, tu ropa siempre es más abrigada que la mía.
—Claro —su voz suena burlona—. Mis camisetas, mis calcetines, mis camperas y mis buzos siempre son más abrigados.
Arquea una ceja y el resto de los presentes se ríen.
Es muy grata la sorpresa de verlos a todos aquí, cuando pensé que iría a dormir sin un saludo de absolutamente nadie.
—¿No piensas bajar a recibir el tirón de oreja? —insiste, luciendo su mejor semblante y sus mejores galas.
Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que usó traje de etiqueta.
Creo que fue antes de viajar. Incluso me atrevería a apostar que lo vi trajeado en la fiesta aniversario del centro de Spa. Hace casi tres meses.
Existen muchos colores que a su piel, a su cara y a su porte le sientan de maravilla, sin embargo el negro en él será siempre mi debilidad.
La marca Armani, fina y discreta, las camisas Polo, igual que su perfume favorito y la pulsera gruesa de eslabones forcet en oro blanco que le obsequié en nuestro primer aniversario y que hoy volvió a usar, hacen de mi sexy marido un hombre encantadoramente arrogante, que desprende magnetismo y elegancia.
—¡Eres demasiado adorable! —me lanzo a sus brazos y dejo que ellos rodeen mi cintura, que su nariz juegue en mi pelo y que al final me bese en los labios con ternura.
—De verdad no quise entristecerte —me susurra de forma que solamente yo le escuche.
—Ya no importa. No lo ignoraste. Nadie lo ignoró, y eso es lo que me tiene tan feliz justo ahora.
Me separa de su pecho, agarra mi mano y besa mi palma.
Estoy intrigada por la vestimenta de todos. Y nerviosa. Y ansiosa. Estoy peor que Ismaíl cuando le traen un obsequio.
—Teniendo en cuenta cuánto has extrañado a tu familia, pensé que una buena manera de celebrar sería trayéndolos aquí, con nosotros —sus dedos se enredan en los míos y hace que voltee a dónde mis padres, Bruna y mi pequeño en sus brazos, Alex, Kerem, Stefano y Meredith esperan, expectantes a intercambiar un abrazo conmigo.
Me río aunque sigo derrando lágrimas. Aprieto sus dedos y dejo que su beso recorra mi cuello en lo que reúno fuerzas para ir al encuentro con mis progenitores.
—Te vas a deshidratar si continúas llorando —murmura—. Anda, ve. Ellos se mueren por abrazarte.
Me suelta y no dudo ni dos segundos en ir a los brazos de ambos.
Me quejo de mi madre y regaño en su contra permanentemente pero extrañaba su aroma a colonia francesa y extrañaba la barba rasposa de Donatello Leombardi que me da picor en las mejillas.
—Nunca me atendiste las llamadas —le recrimino.
Los ojos de Gala Costas impactan en los míos y sus manos pasan a descansar en mis hombros.
—Si te hablaba más de un minuto iba a terminar avisándote que vendría a verte —apretando una sonrisa, acaricia mi mejilla—. Adolfo te envía muchos besos. Quiere que disfrutes mucho y que pases muy bonito. No vino porque, bueno, ya sabes...
Asiento y ella no termina la frase.
Sé que ellos están pasando una mala racha.
—Veinticuatro años pastelito —sopesa mi padre, viéndome como si siguiera siendo una niña de seis—. No puedo creerlo. Todavía no puedo creer que me hicieras abuelo, menos aún tolero que sigas y sigas cumpliendo años.
Le doy un sonoro beso en la mejilla y también se la palmeo cuando me alejo de los dos.
—Es un ciclo papá —comento guiñándole el ojo—: Cumplir año tras año.
Voy hacia Bruna que carga en sus brazos a mi hijo.
Algo se retuerce en mi pecho al verlo atento a todo, emocionado como si estuviera cursando el mejor día de su vida y vestido igual a su padre.
Me tapo la boca con las manos al llegar a ellos; a rubiales y a mi pequeño rey enfundado en un esmoquin Armani a medida, tenis negros y una diminuta camisa blanca con la insignia de Polo.
En este preciso minuto sólo tengo ojos, oídos y atención para mi hijo, que está tentándome de comerlo a besos.
Muerdo suavecito sus mejillas y aspiro su olor a bebé y a colonia cuando rodea mi cuello con sus dos bracitos.
—Te amo, bebote de mamá. Te amo, te amo, te amo. Eres mi gran compañero.
Se ríe, me suelta y aprovecho para dedicarle una mirada a Rashid, que se distanció de mí lo suficiente y me dedica una magnética sonrisa desde el barandal de las escaleras donde se encuentra recargado.
Está de brazos cruzados, ajeno al momento familiar del que también forma parte y con una expresión en el rostro que me conmueve.
Trae el mismo gesto radiante, nervioso y feliz que cuando nos casamos.
En esa réplica exacta de lo que fue hace tres años y algo más, se encuentra mi marido. El auténtico, el que quiero volver a tener a mi lado.
—Oye, amor —muevo la mano y él alza una ceja—. ¡Ven, ven!
Lo duda unos segundos pero al final se yergue, se acomoda la chaqueta y se aproxima a nosotros.
—No quería interrumpir —ronronea, besando mi sien.
—¡Ay este yerno mío! —interviene mi madre con buen humor—. Imagínate, Geovanna la alegría que me dio. ¡Casi me voy de culo cuando vi que me estaba llamando!
Arrugo el entrecejo.
—¿Rashid? —cuestiono—. ¿Rashid estuvo llamándote?
—¡Pero claro! —ella rueda los ojos—. Hace como...
—Gala —intenta callarla mi padre.
—Como cuatro o cinco días —mi madre ignora por completo cualquier voz exterior que no sea la suya propia. Siempre lo hace.
—Gala...
—¿Qué Donatello? —lo increpa, mirándolo por fugaces segundos—. ¿No ves que trato de explicarle a Gio que mi yerno me obligó a mantener discreción? —el arabillo a mi lado jadea y yo me quedo boquiabierta—. Por cierto estoy muy feliz, Rashid. Cuándo era pobre muy pobre sólo volaba en línea comercial, retomar mi rutina de aviones habiéndolo hecho en primera clase fue extraordinario. Gracias.