—¡No! ¡Eso de ninguna manera! —presa del desasosiego suelto la caja, sin haberla abierto siquiera.
Alejo a mi madre de mí como si ella representara la cosa más letal y ponzoñosa del mundo.
—No te pongas a la defensiva conmigo, Gigi —«así me decía de pequeñita y lo odio. Odio ese mote porque me traslada a mi mejor época, a la que ella me arrebató por no haber sabido ser madre y mujer a la vez»
Estoy alteradísima de repente. Rabiosa sin justificación. Serán las hormonas del embarazo que cambian mi humor tan drásticamente, porque tampoco es que me ha dicho un disparate como para que me ponga peor que una cobra. Es la verdad.
Sí me molesta que me llame Gigi porque mi nombre es Nicci, no Gigi. A regañadientes acepto que me diga Geovanna, pero Gigi... Dios, Gigi remueve toda esa mierda que tengo guardada adentro y que nunca voy a poder exteriorizar.
—No lo menciones y tampoco te metas en mis asuntos —lo digo sin pensar y aunque no quiero hacerlo, no logro controlar mi lengua.
Estoy a 220. No puedo contenerme y no puedo entender porqué me estoy enojando y descontrolando tanto si venía tan bien y feliz.
Es mi madre. Tiene esa intución casi de bruja ancestral que todo lo ve y todo lo adivina.
Ni sé la razón por la cuál me irrito si sólo me está dando un consejo. No es que bajó corriendo a decirle a mi marido que cree que estoy embarazada.
Suelto suspiros que se parecen más a bufidos de toro y me doy vuelta hacia el espejo, para verme.
«¿Porqué eres así Nicci?»
Mi reflejo muestra a una mujer desequilibrada que mi yo furioso en realidad está idealizando.
«Porque estás muy loquita» imagino que me contesta.
Toco mi abdomen y presiono la mano contra el suéter.
«Ayuda a mamita a mantener la calma, ¿si? Prometo consentirte con cien mil antojos pero no hagas que me descontrole y me ponga así de tóxica y peligrosa»
Mi imaginación me juega una mala pasada, al mostrarme una yo sonriendo maliciosamente.
«¿Acaso nos estás retando? »
—Geovanna te estoy hablando —el carraspeo de mi madre me hace girar—. No balbucees y mírame cuándo te hablo.
Respiro profundo—. No te estaba prestando atención.
—No hagas esas cosas conmigo —replica con suavidad y determinación.
—¿Qué?
—Fingir que te ofendes, aislarte y ponerte a la defensiva cuando no soy tu enemiga —sus palabras hacen que me sienta culpable y vil con mi injustificada actitud—. Te encierras en tu mundo, igual a tu padre cuando no quieres escuchar lo opuesto a lo que piensas. Cuando no eres capaz de ser crítica y admitir que a veces es bueno y sano tomar consejos.
—Me estás dando un repertorio siendo que simplemente dije que no.
—Me miraste como si me tratara de una asesina serial —se levanta de la cama y viene hacia mí—. Yo no me voy a meter en tu matrimonio ni en la relación que ahora llevas con tu marido —aprieta mis hombros y me observa fijamente—. Sólo te pido que confíes en mí y al menos me expliques porqué lo que dije te sonó a disparate. Si Bruna lo sabe, a mí que soy tu madre también me gustaría saberlo.
—Bruna no sabe nada de nada. No sabe siquiera que estoy embarazada. Nadie lo sabe.
Ella pestañea. Se queda callada. Un silencio que me llena de tensión.
—¿De cuánto estás? —pregunta.
—Casi tres meses. Antes que nada, no pasó ni una semana de haberme enterado. Tampoco sé si es niña o niño.
Jadea, asombrándose de mi respuesta. Conociéndola, seguro le sorprende el tiempo de gestación que llevo.
—¿Y tu regla? ¿O los síntomas? ¿Cómo no te diste cuenta?
Retiro sus manos de mis hombros y retrocedo.
Yo y solamente yo tengo el derecho de recriminarme o de plantearme eso.
—Estaba demasiado ocupada con mi marido moribundo, mi hijo y una vida de richachones y responsabilidades difícil de llevar con Rashid enfermo de cáncer.
Ella tuerce los labios en una mueca amarga que denota arrepentimiento. El tono en que lo dijo sonó a mierda y lo sabe.
—Perdóname —se lamenta.
—El médico de Rashid me vio bastante desmejorada y junto a otros factores sugirió que me hiciera una prueba de sangre. Me la hice y fue positiva para embarazo.
—¿Y? —insiste con cautela.
—Y aquí estoy: sin barriga, muerta de hambre, de sueño, de frío, de calor y de náuseas —hundo los hombros—. Pese a eso estoy feliz, yo quiero más hijos. Y aunque no vendrá en el momento más oportuno, vendrá. Me basta para estar sonriente.
—¿Mi yerno?
—No se lo voy a decir —replico con tal convicción, que debe arrugar el ceño.
—¿Porqué?
—Porque voy a esperar a inflarme como un maldito globo y mientras tanto rezaré que siga recuperándose. Que recobre ese lado bloqueado por la falta de juicio y sea capaz de procesar que mi embarazo será lo mejor que nos pudo pasar y no lo opuesto.
Su desconcierto crece.
—No te entiendo.
—Sin decírselo ni blanquear lo que me pasa, lo hablamos hace algunos días y fue bastante duro, intransigente y cruel en una cosa: decirme hasta el cansancio que no quiere tener más hijos.
Pretende disimular la estupefacción con una sonrisa conciliadora.
—Mi niñita...
—Antes de que lo justifiques, te voy a pedir que no tapes el sol con el dedo. Lo que dijo, lo dijo y muy convencido.
Mamá agarra mi mano y retrocede tironeando, hasta quedar sentada en la cama.
—Nunca haría tal cosa, sólo creo que debes tomarte el asunto con calma, no desesperarte ni actuar sin razonar. Es que dentro de todo, Rashid es el padre de esa criatura y es su derecho saber que dentro de unos meses nacerá otro niño con su sangre.
—Yo no quiero que lo rechace.
—Nadie en su sano juicio rechazaría a un bebé que es inocente en los actos de sus padres.
Palmea el colchón y me siento a su lado.