Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO

RASHID

—Vamos Rashid, concéntrese. Focalice su atención aquí. En esto que está haciendo.

El terapista golpea la mesa con la punta del dedo y yo lo miro como para pegarle una trompada en cualquier momento.

—¿Dónde está Valente Alves? —pregunto.

El sujeto sigue golpeando la mesa como si yo fuera retrasado o tuviera un severo problema de déficit atencional.

—Rashid, en lo que estamos.

Rechino los dientes y le desarmo todo el puto rompecabezas en la jeta.

Me sacan de quicio.

—Ya sé cómo armalos y puedo hacerlo, deshacerlo y volver a hacerlo cien veces más. Sé inhibir estímulos, sé hacer varias cosas a la vez, sé ejecutar... No me jodas que quiero hablar urgentemente con el doctor Alves.

Me cargo una inquietud que es desmesurada y no se debe a la suspensión del medicamento sino a la pesadilla que otra vez perturbó mis pocas horas de sueño.

—Pues primero acabemos la sesión.

Retiro la silla y negando me pongo de pie. Está bien dejar que pisoteen lo que soy y se burlen de mí a diario tratándome como retardado pero no me van a mandonear.

—No te confundas porque aquí yo te estoy pagando. En la cuenta de la clínica semanalmente mi esposa deposita miles y miles de euros. Euros que yo genero, que yo dispongo y que yo invierto aquí. Tú eres mi terapista pero eres mi empleado porque te estoy pagando. Podrás ayudarme y de buena manera pero no decides por mí, no me ordenas ni estableces lo que yo puedo o no puedo hacer. Si estoy demandando una cita con el hombre que me abrió la maldita cabeza, dejas de hacer lo que estás haciendo, sales de este cuarto y lo buscas. ¿Estamos claros así?         

El hombre se levanta como si tuviera un cohete en el trasero y va hasta la puerta.

—Enseguida lo llamo.

Vuelvo a sentarme y respiro profundo.

—Gracias.

En mi espera por Valente armo y desarmo cinco veces el puzzle de la granja.

Son varias piezas pero de tan sencillo que resulta termina por fastidiarme.

Para mi alegría la puerta de la sala se abre y la alegre voz del doctor Alves resuena.

—Me dijeron que me buscabas con insistencia —dice, palmeándome el hombro, rodeando la mesa y tomando asiento.

—Es verdad. Me urge hablar contigo.

Me cruzo de brazos al notar que me escudriña con plena satisfacción.

—Siempre tengo tus resultados al alcance. Me complace ver tus avances, Rashid. Se te ven hasta en la postura que adoptas.

—¿Recién llegas y ya vas a empezar a psicoanalizarme?

Se ríe y mueve la mano en son de disculpas.

—Perdóname. Inevitablemente me pongo contento con tus mejorías y me paso de línea —se repantiga en la silla—. ¿No te ofrecieron café, zumo o galletas? —niego poniéndole cara de obviedad—. Qué pésimo servicio, ¿quieres un café?

—No gracias. Cada vez que estoy acá ni siquiera puedo hacer que el agua me pase por la garganta.

—Es difícil.

—Pero se sobrelleva.

Valente se rasca la barba y se pone serio.

—¿De qué quieres hablar conmigo?

—De mi esposa.

Mi contestación le hace abrir bien grandes los ojos.

—¿Sobre qué?

—Estoy inquieto y... Preocupado —suelto bajando la mirada.

—Lo noto —hace una breve pausa—. ¿Has tenido inconvenientes con tu esposa, Rashid? ¿Problemas de entendimiento o de relacionamiento?

—Tuvimos un choque hace unos días pero fue muy bobo y ella se lo tomó muy personal.

—¿Ah si?

—Todo empezó porque le dije que no quería tener más hijos y eso la volvió el mismísimo Diablo.

—Es comprensible, Nicci tenía planes contigo como todo matrimonio normal. Las circunstancias cambiaron pero algo en ella la hacer ver en ti al mismo hombre que eras antes de la cirugía y por eso se aferra a los sueños que tenían ambos, antes de que la enfermedad se detonara.

—Pero yo ya no soy el mismo de antes —replico—. Yo todavía no me siento a gusto con lo que soy porque estoy incompleto.

—Y dentro de tu complejidad, ¿efectivamente no quieres agrandar tu familia con tu esposa?

—Por el momento no. Puede que no me recupere nunca y si eso sucede quiero sentirme pleno conmigo mismo para poder darle a mis hijos y a mi mujer el amor que realmente se merecen.

—Estamos en una etapa del tratamiento en que perfectamente podemos derribar murallas, Rashid así que deja que te haga una pregunta —observo que apoya los codos en la mesa y las manos en su barbilla—. ¿La quieres a tu esposa?

Su pregunta me obliga a tragar saliva varias veces.

No por las dudas sino porque en verdad estoy seguro de lo que siento hacia ella y es más que eso.

—La amo —confieso.

Una confesión que deja perplejo a mi doctor.

—¿Podrías repetirme lo que dijiste?

—La amo. Me vuelvo loco por ella. La deseo, la venero, la adoro... La amo. Como amo a mi hijo.

La sonrisa de Valente me hace sentir estúpido.

—¿No se lo has dicho? —inquiere.

—No con esta cursi vehemencia pero sí de una forma más sutil.

—¿Y entonces cuál es el problema? Son una pareja espléndida, lo que llegue a futuro de seguro lo resolverán —frunce el ceño—. ¿Qué es lo que te perturba tanto?

Aprieto los labios e inhalo profundo.

—Sentir un vacío dentro —contesto al cabo de unos minutos—. Sentir que ese vacío se llena de emociones de mierda, que quizá lo que me une a Nicci es el caos y nada más.

—¿La odias? ¿La repeles o desprecias?

—Te acabo de decir que la a...

—Entonces no colmes tu mente de pensamientos absurdos que sólo lograrán contrariarte y desbordarte de inseguridad. Llegados a un punto debes darte cuenta por ti mismo que no es la relación tóxica, negativa ni dañina lo que te unió a la que hoy es tu esposa.

—Yo... Yo no lo sé.

Vuelvo a suspirar.

—A las pruebas me remito. Si teniendo la oportunidad de empezar desde cero y rehacer tu vida elegiste seguir al lado de tu mujer nada debería hacerte dudar...




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