Me relamo los labios, taconeo, juego con mis manos y no dejo de mirar a la sala, en donde están Rashid y Valente.
Él le enseña papeles, mi marido los mira con cara nada amistosa.
Valente habla, habla, y habla y mi arabillo se pone cada vez más tenso y agresivo.
Me encantaría aprender a leer los labios así no estaría justo ahora al borde del colapso nervioso-curioso que me queja.
—Nicci —ahí viene el lastre que no me trago ni bebiendo ácido—. Nicci, ¿te sientes bien?
Me limpio el sudor de la frente y trato de tomar aire.
Estaba mal pero con su existencia respirando mi oxígeno, pues estoy peor.
—No sé que parte de no me hables no entiendes —soplo como el lobo derribando la casa de los cerditos—. Muy excelente el servicio de esta clínica, muy profesional y excepcional pero, ¿en qué parte queda que un empleado rompió las reglas de la ética, se desquició y quiso arruinarme el matrimonio?
—Cometí una imprudencia, me disculpé contigo, estoy pagando mi castigo y de verdad no quiero perder mi trabajo. Si por mí fuera tampoco estaría aguantando esto, pero el doctor Alves insistió en que no quiere que la imagen que se lleven de la clínica sea desastroza por mi culpa. Así que aquí estoy, haciendo mi mayor esfuerzo.
—Un endeble esfuerzo que a mí me importa tres pitos —le evado la mirada, asombrada por mi grandiosa capacidad para decir groserías—. ¿Sabes qué, Teo? Estoy bien —levanto la mano y con molestia hago un ademán para que se vaya—. Retírate o plantearé una queja por acoso y otra a Valente por tarado insistente. Vete. Adiós.
—Señora Leombardi...
Mi santa tolerancia se está yendo al demonio.
¿Tendré que gritar por altoparlante que a este enfermero lo quiero lejos de mí?
—Bye, bye —digo a secas.
—¿Te realizarás los estudios en la clínica?
Lame culos de Valente.
Bicho rastrero de los superiores.
—Si me los hago o no aquí no te lo voy a comunicar a ti ni al médico de mi marido. Buscaré al jerarca de la clínica y me las apañaré. Es todo, gracias y adiós.
—Bien —toca mi mano y yo estoy a punto de encajarle una piña—. Estás sudando frío y también estás pálida. Deberías ir a sala de urgencia a que chequeen tu presión, ¿si? Por rutina si gustas. Te veo luego.
De un manotazo lo alejo y se me corta la respiración cuando veo que más allá del infame de Baptista, está Rashid.
Salió de la sala, está de pie a un par de metros de la mesa donde yo me encuentro sentada. Me mira con expresión dura y analítica. Saluda a Valente de la forma más tajante y me escudriña a mí, a Teo y de seguro el gesto que tuvo Teo de tocarme la mano.
Baptista se va, Alves regresa a lo suyo y mi esposo avanza, caminando de una manera que me intimida.
Es una fiera llena de cólera reprimida pero que le brota por los poros.
Me mata sentir que hice algo mal.
Es que los extremos tan tambaleantes e intensos que ha venido experimentando siempre me hacen sentir que hice algo mal cuando ni siquiera hice nada.
—Al auto —su siseo directo y helado me eriza la piel. Peor aún su varonil y enorme mano, que se cierra en mi antebrazo y me tironea guiándome sin delicadeza hacia afuera de la clínica.
Parece tranquilo y cauto pero yo sé que dentro de él ocurre todo lo contrario.
Que sale con tanto ahínco que percibo su enojo. Es como si el centro médico fuese su letal núcleo de tóxico y radiactivo veneno.
El aire fresco y húmedo me pega en la cara. Miro de reojo a mi magnate que no me dice absolutamente nada, ni siquiera me observa.
El valet Parking estaciona el coche delante de nosotros y cuando creo que su actitud dejará de ser hostil e irritante sucede al revés.
—Dame las llaves. Yo voy a conducir —extiende la mano hacia mí, con su palma abierta.
—Pero yo puedo...
—¡Que me des las putas llaves, Nicci!
Su rugido me hace pegar un brinco. Las busco dentro de mi cartera y se las entrego.
—¿Así te vas a poner? —pregunto, arqueando una ceja y mostrando mi yo más entero y seguro.
—Súbete. Quiero llegar rápido.
—Te hice una pregunta...
Se gira y sus ojos oscuros centellando ira me atraviesan como cuchillos.
—Y yo te dije que te subas al maldito auto.
Inspiro profundo. Estoy empezando a molestarme también y en su estado de perro celoso y rabioso ponerme a pelear puede acabar en algo de lo que podamos arrepentirnos luego.
La caballerosidad no la pierde ni por un instante. Abre mi portezuela, espera a que me acomode y la cierra en un fuerte portazo.
—¿No me vas a decir siquiera cómo te fue en la sesión? —por el rabillo le observo ponerse el cinturón.
—¿No me vas decir qué mierda hacía el huevón de Baptista hablándote y tocándote la manito? —sus ojos cargados de desdén y enojo me taladran.
—¿De veras? —bufo—. Hablándome para seguir disculpándose conmigo, y ni siquiera sé porqué me tocó la mano...
—Claro —me interrumpe con ese sarcasmo nato en él que le aflora y me saca de quicio—. Voy a ver si me toquetean las mujeres cada vez que me siento del culo. Hay muchas ahí dentro, y no están para nada despreciables —acelera y a mí se me aceleran las ganas de mandarlo a la mierda.
—No quiero seguir hablando contigo. No tengo ganas. Cuando te pones tan patán y cretino prefiero cerrar la puta boca y tratarte como un poste de energía corriente —me concentro en ver por la ventanilla.
—No tienes ganas, pero bien que de verlo parece que sí y bastantes...