¿Qué?
No
No
No...
—¡No! ¡No! —exclamo de forma desesperada—. ¿De dónde sacaste eso? No fue así, por amor al cielo.
Ignorando su fría orden de que no me acerque, le avanzo y sujeto con tanta firmeza su quijada que su rostro se vuelve hacia mí con rapidez.
—Nadie me lo dijo —escupe, como si me odiara con la fuerza de mil terremotos—. Eran secuencias aisladas que venían rondándome la cabeza. Esas secuencias se juntaron y formaron una escena de mierda que no puedes tergiversar ni justificar.
—No lo digas. No lo digas más —replico alargando cada sílaba—. De eso sólo recordaste una décima parte —me evade la mirada y lo obligo a que vuelva a centrarse en mí—. ¡Mírame! ¡Mírame con un demonio! Le sacaste la tapa a la caja de Pandora pues ahora me vas a escuchar —sus ojos del enojo pasan a expresar un profundo vacío—. ¡Ey!
—No quiero escucharte, Nicci —retruca ausente, entre suspiros—. Siento que necesito procesar esto.
—¿Para qué? —me altero, lo suelto—. ¿Para seguir culpándome y culpándote? Por algo que pasó hace años. Cuatro años. ¡Cuatro!
—Déjame solo —viborea desdeñoso, alejando la cara y rechazando hasta mi presencia—. No quiero volver a tocarte nunca más. Déjame solo.
—¿Qué quieres que te diga? ¡Eh! ¿Qué? —me separo lo más que puedo de él, me siento en el suelo y lo escudriño—. ¿Que fuiste un reverendo hijo de puta conmigo? ¿Que sí me secuestraste, me hiciste la guerra hasta el límite y tu actitud tan mezquina terminó por hacerme perder por completo mi eje?
Sus ojos impactan contra los míos.
—Sí, sí, y sí. Esas son mis respuestas —añado, haciéndolo palidecer—. Pero hubo razones. Hubo matices. No todo fue blanco o negro. Hubo razones aunque muchas de ellas fueron idiotas. Estabas ardido, resentido y molesto conmigo porque nunca supe ni que existías, entonces a la primer oportunidad de estar a mi lado que tuviste, ¿qué hiciste? Desquitarte, vengarte, cobrarme una por una las que pensaste que te hice a drede, burlándome de ti.
—Cállate Nicci —su voz estremece. Genera pavor por lo baja, grave y amenazante que se oye.
—Cuando termine, te prometo que lo haré —tomo aire, pero me cuesta. Estoy entre enojada y muerta de la angustia. De todo, esto era lo último que me esperaba—. Estaba en mi peor momento cuando me raptaron. Me iban a usar de mula, de puta, de cualquier cosa y para cualquier cosa. Pero me ayudaste. No fue convencional pero lo hiciste. Para colmo era una adicta al alcohol a la que su familia no le paraba bola, y cuando el alcohol no me llegaba a las neuronas, lo único que deseaba era pegarme un tiro o cortarme los malditos brazos —le veo tensar la mandíbula—. Qué desagradable, ¿no? Pues de esa mujer te enamoraste, de la que no tenía ganas ni de abrir los ojos, qué pesar.
Rechina los dientes y cuadra la mandíbula. No es lo que quiere oír y eso le está poniendo furioso.
A mí no me engaña. Esperaba dulces, flores y justificaciones pero me vale, quería la verdad, tiene la verdad.
—¿Recordaste cuándo peleaste conmigo para quitarme tu arma? ¿La que encontré en tu cajón? Si llevas a alguien al suicidio no luchas para impedir que ese alguien se quite la vida.
Con una actitud amedrentadora y siniestra se levanta. Con un porte de animal primitivo y salvaje me pasa por al lado, toma el jarrón de la mesilla y lo avienta contra la pared, haciendo que los pedazos de porcelana me caigan cerca.
Tira la mesa, las sillas y todo lo que encuentre a su paso. Vasos, botellas, adornos, es como una turbonada destructiva arrasando con lo que sea que se topa.
—¡Soy un maldito sádico! —ruge, orillándome a hundir los hombros en un acto de impulsiva defensa—. ¡Soy una basura de persona!
Su estallido me alarma, me asusta y me pone a lagrimear.
Le temo.
Joder, le temo.
Me pongo de pie e intento calmar esto.
—No. No lo eres. Tuviste errores, como yo tuve los míos, pero debes entender que a pesar de nuestro encuentro desafortunado has hecho muchas cosas buenas por mí. Demasiadas, entre ellas, haber sido mi salvavidas para salir del alcohol, de la depresión, y hasta de una vida de porquería que era lo que me esperaba el día que me secuestraron
—Me vale un carajo lo que me estás diciendo —me repara como si deseara destruirme al igual que el living—. Tendrías que haberme alejado de ti cuando tuviste oportunidad. No tiene perdón lo que te hice, la forma en que te traté —se agarra la cabeza y le da una patada al sillón, corriéndolo del lugar—. No me puedo quitar tu voz de mi cabeza diciéndome por favor que no te lastime —con desmesura abre los ojos y me observa atónito—. De eso a esto es una mierda. ¿Te das cuenta? Enloquecí, enloquecí contigo al punto de que me pediste que no te lastimara. Te infringí miedo, tanto miedo que terminaste rindiéndote y sometiéndote a mí. Porque no se me va a olvidar en la vida tu "si te sientes más hombre y mejor golpeándome, anda, pégame".
Aprieto los labios y trago saliva.
Esto es mucho para mí.
—Y aún así, hiciste cosas grandiosas por mí. Y aún así me mostraste que no eras ese hombre que detestaba. Y aún así yo me enamoré de ti, me casé contigo y aquí estoy soportándote todos tus malditos berrinches.
—¡No lo digas, Nicci!
—Es la verdad. Te amo y me amas. No se puede controlar ni cambiar. Punto.
Un tenso silencio nos invade y eso es lo peor que me puede suceder en este instante.
—Jugabas con el arma de mi padre —dice ignorándome, adoptando una postura y actitud sombría—. Cuando te encontré en el cuarto llorabas, me pedías perdón, me decías que no podías amarme, que nunca ibas a poder amarme, que yo no podría obligarte a eso. Que... Que ya no aguantabas más...
—Rashid...
—Me tengo merecido esto. Vivir en este calvario y me merezco el puto cáncer. Una lástima fue que me lo curaran a tiempo.
—Por favor... No hables así. Podemos conversar si te calmas, yo te puedo detallar todo si...