Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES

—Geovanna.

Me hablan y no puedo despegar los párpados.

—Geovanna, dulzura...

Me siguen hablando y yo estoy tan cómodamente acostada, abrigada, y descansada que no puedo abrir los ojos.

No quiero hacerlo.

—Te traje algo de comer. Anoche no quisiste cenar, no tienes nada en el estómago y mi nieto tiene que estar con polenta en esa barriga —su mano meciendo mi costado hace que suspire y gire.

Tengo pereza pese a que dormí mis buenas horas.

—Mamá... —con los párpados entornados observo a mi alrededor. Inicio el recorrido visual en la pared y lo termino en el preocupado rostro de Gala Costas— ¿qué hora es? —bostezo—. ¿Ismaíl? ¿Dónde está Ismaíl?

En momentos como este me siento una mala madre. No sé en qué hora vivo ni lo que está haciendo mi hijo.
Me siento mal y culpable por solamente querer dormir todo el tiempo.
Podría hasta dormirme parada en pleno centro comercial que ni me molestaría.

—Son pasada el mediodía; como la una —dice como la una y salto en la cama, enderezándome de inmediato.

—¡¿Qué?!

¿Pero cómo ha sido posible eso?

¿La una?

Ahora me siento peor madre que antes.

—Necesitabas descansar. Estabas muy alterada y angustiada anoche, te hizo bien dormir un buen tirón de horas —me peina un par de mechones detrás de mis orejas y me acerca la bandeja de melamina—. Ismaíl terminó de almorzar y está jugando afuera. Donatello vino a visitarlo cuando le dije que estaban aquí y bueno... Adolfo está encantado de que hayan venido. Después de todos los líos que tenemos, la presencia de ustedes es como la miel.

Lo sé.

Dios...

Mi mente funciona como un interruptor que se enciende en modo automático repitiéndome la misma pregunta cien veces.

¿En serio Nicci? ¿En serio paraste en la casa de tu madre?

Gala Costas no es la mejor definición de contención y amor pero es mi mamá y a decir verdad no quería estar sola en mi casa. No me gusta sentir la soledad porque me conozco, en la vulnerabilidad me deprimo y no quiero ningún extremo.
No quise la ebullición total de Bruna y su sugerencia de irme a Milán con ella por algunos meses y tampoco el silencioso pasar de los días en mi casa.

Al menos aquí estoy acompañada, me rearmo, distraigo a mi hijo con sus abuelos y me blindo para cuando nos toque encauzar nuestras vidas.

—¿Cómo estás?

Pongo la bandeja en mi regazo y endulzo la pequeña taza de té de maracuyá.

—Si contesto bien, estoy mintiéndote —llevo la fina taza de porcelana a mis labios y bebo un ligero sorbo de la infusión caliente—. Y si te digo mal también estoy mintiéndote. Así que lo correcto es, no sé —tomo una de las tostadas humeantes y crujientes y la observo. No tengo nada de apetito—. Todavía me cuesta procesar que nos separamos. Ni en nuestros peores momentos yo dejé de compartir el techo con él. Entonces siento como un vacío. Es un vacío que duele y eso suena a paradoja, me falta algo y a la vez tengo el oxígeno que no me di cuenta que estaba necesitando.

—Gigi... Yo más que nadie quiero el bienestar para ti y para mis nietos. Verte como te vi anoche, tan... Disgustada y afligida... —se sienta a mi lado y me abraza. Besa mi coronilla y recargo mi cabeza en su pecho— Sin importar al lado de quién sea, o si lo haces sola... Quiero tu felicidad, hija.

—Y yo quería una familia, a mi esposo, mi vida de vuelta —retiro la bandeja al momento en que se me revuelve el estómago y las náuseas amenazan con descomponerme—. Pero también quiero quererme a mí misma, quiero demostrar que valgo y que puedo sola. Quiero que me amen con la misma intensidad que yo amo, pero tal vez esas expectativas están bien alejadas de la realidad y por eso estoy como estoy.

—No puedo entender qué pasó —mamá se muestra aprehensiva—. En tu fiesta de cumpleaños todo parecía estar tan bien...

—La amnesia de Rashid lo transforma en un tornado cuya aparición es impredecible. Él está bien, pero eso cambia cuando menos te lo esperas y si sucede, lo destruye todo a su paso importándole un pito los daños que cause.

—Pero...

Me separo, evadiendo el tema.

—Recordó cosas negativas de ambos y se puso en una posición de auto culpa y odio. Supongo fue la gota que rebasó el vaso y que por ello llegamos a un quiebre —carraspeo—. El té estaba delicioso pero no creo que vaya a terminarlo. El olor al pan caliente me dio ganas de vomitar.

Mamá saca de prisa la bandeja de la cama y aprovecho para tomar aire.

Rashid y yo tenemos nuestro pasado y nuestros secretos. Hay asuntos que no toco ni tocaré jamás con mi madre. ¿Para qué? El mundo siempre está listo para juzgar lo que escucha y aunque ella sea mi progenitora no se me planta la gana ver que me juzgue, me señale o me sermonee.

—Es una pena —opina con pesar—, porque al final ustedes van a sufrir la separación y los niños también.
 
Me levanto de la cama y voy al armario.

Esta era la habitación que ocupaba de adolescente. Suerte que la remodelaron y cambiaron las cosas radicalmente.

—Es una pena, sí  —de la maleta de viaje saco una de las dos mudas de ropa que traje, y del placard agarro una toalla—, pero a fin de cuentas de amor no se murió nadie.

—Anhelo que sea lo mejor para ti y... Para él —la veo cruzarse de brazos.

—No sé si lo mejor, pero seguro sí era lo que yo necesitaba. Me amarga, pero estoy tranquila, sabiendo que di todo de mí para que mi matrimonio funcionara a pesar de los obstáculos.

Entro al baño y me doy una ducha. Es rápida, sólo para quitarme la pesadez y el malestar.

Me pongo la ropa interior, medias y un vestido de grueso algodón, todo en el baño y cuando salgo noto que mi madre sigue ahí, parada en el mismo lugar con una conmovedora expresión de desconcierto en el rostro.

—Estoy tan consternada —murmura.




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