RASHID
Pestañeando, refuznando peor que un perro rabioso y sintiéndome el más inservible tarado, volteo y me acuesto de lado.
Estoy incómodo, furioso, frustrado, dormí apenas unas horas, tengo resaca y la cabeza hecha mierda.
Vuelvo a girar y me quedo boca arriba.
Las sienes me van a reventar y no es para menos, hay botellas vacías por el piso del dormitorio y hasta una cajetilla de cigarros que no sé de dónde salió.
Nuevamente me doy la vuelta y hundo la cara en la almohada hasta que la presión comienza a asfixiarme.
Lo mandé todo al carajo pero de verdad.
Tengo flashes de lo de anoche y lo de esta mañana pero es muy puntual.
Traté como el culo a Meredith. Me recuerdo tomando sin ningún reparo y no sé en qué maldito instante salí a buscarme cigarrillos porque también me recuerdo fumando.
Entorno la mirada y hasta la penumbra del cuarto me molesta.
Voy en picada. Estoy como en caída libre directo a reventarme contra el suelo.
¡Yo no era así!
Lo poco que sé de mí mismo es que no era este fracaso de tipo. No lo era.
Junto las manos en mi pecho y me quedo mirando al techo, tratando de que me calme la jaqueca que me está enloqueciendo el cerebro.
Pero no consigo calmarme. No si se fue...
En medio del alcohol se me hizo llevadera su ausencia pero ahora... Me caigo a pedazos.
Se fue y se llevó consigo todo lo bonito que me quedaba.
La extraño y la necesito. Sólo Dios sabe cuánto la necesito.
Estoy que me muero, como en abstinencia, enloqueciéndome al echarla de menos.
Y no tuve los huevos de ir por ella. Eso es lo peor.
Esperé. Esperé a que regresara solita a mí pero no lo hizo, no lo hace y... No lo va a hacer.
Me armo de fortaleza sólo para ir enderezándome de a poco. Estiro el brazo y agarro el celular.
Tengo un montón de llamadas de la clínica, de Valente, de Kerem y otras tantas de un número desconocido.
Llamadas perdidas que me valen verga. Ninguna fue de Nicci, y ninguna de las cientos de veces que yo le llamé, me contestó.
Es que sí, en su lugar me odiaría. Odiaría la cobardía y el orgullo que mezclados me vuelven una bomba nuclear andante.
En este preciso momento, viendo el desastre en el cuarto y el reguero de botellas de whisky y martini que hay por el suelo... Me odio, me decepciono, me doy vergüenza.
Preferí emborracharme en vez de ir a donde fuese, a buscarla.
Aprieto con fuerza el celular y lo aviento a la pared. Ojalá se haga añicos.
Ojalá Nicci esté pasando el mismo calvario que yo.
Ojalá esté deseándome con todas sus ganas...
Ojalá...
Trago grueso para apaciguar el fuego de la amargura que me calcina por dentro.
Ojalá mi gitana tenga la valentía que no tuve yo y vuelva aquí, conmigo. Que vuelva al único puto lugar que pertenece; que es a mi lado.
Ojalá aborrezca serme tan distante, fría e indiferente y regrese.
Espero que no le tome gusto a sus alas desplegadas y a la libertad de volar lejos cada que se le antoje porque enterarme de mi mujer con otro... Me mataría. Terminaría de enfermarme de celos.
Muevo la nuca haciéndola crugir y en un enfoque distorsionado mi visión da con su almohada impregnada en su delicioso perfume y en el diminuto papelito que se encuentra sobre ella.
Cierro las manos en puños y descargo toda mi ira golpeando el colchón decena de veces.
¡Ni siquiera la carta tuve los cojones de abrir!
Con el mundo dándome vueltas enciendo la lámpara y sujeto la hoja.
—¡Rashid! —es Meredith, que pega en la puerta infinidad de veces—. ¡Rashid o me contestas o llamo a la policía para que vengan y tumben esta porquería!
Se oye fastidiada y preocupada.
—No me molestes —contesto a secas, alzando la voz, sin dejar de reparar en el papel—. Quiero estar solo.
—Hijo —se lamenta—. Hijo no has comido, te la pasaste bebiendo. No fuiste a la terapia ni has tomado tu medicación.
—Meredith, te lo digo por última vez: quiero estar solo.
—¡Mira que eres un terco y odioso! —brama enfurecida, al otro lado—. Me apena decirlo pero Nicci tuvo mucha razón en una cosa —la mención de su nombre de por sí me eriza la piel—. Eres débil y decepcionante.
Trago saliva y con ello la desazón.
Lo tengo más que claro. Asumo lo que soy.
—Largo... —replico, carraspeando.
—Qué vergüenza. Que orgulloso eres —despotrica—. Si sigues esperando a que tu mujer dé el primer paso te vas a quedar completamente solo. Sin tu esposa y sin tus hijos.
—Meredith —advierto.
Que me lo restregue así porque sí sólo consigue encabronarme más.
—Me voy. Pero me voy y te las apañas solo. No me busques cuando te rujan las tripas o cuando no puedas más del dolor de cabeza —sigue y sigue cocoreando.
Es que habla y me sermonea pero yo tengo una virtud que no cualquiera tiene y es ignorar totalmente lo que me importa un pito.
Por ejemplo todo lo que está chilloneando en mi puerta me entra por un oído, me sale por el otro y ya. Ni siquiera sé porqué se está alborotando tanto.
Hay otro asunto al que precisamente ahora le voy a poner atención y es la jodida cartita cursi que escribí.
Me levanto de la cama y voy hasta el ventanal. Corro las cortinas para que el sol entre y me calcine las retinas, y me siento en el sillón frente a los vidrios que dan a la calle.
El sol me cubre la piel dándome calor y eso me reconforta a pesar de la resaca. Destapo una botella de soda que tal parece me traje en medio de la borrachera y me la empino.
El agua gasificada está tibia y aunque es un asco bebo como si fuera un manjar.
Estoy tan sediento que puedo beber hasta chocolatada, con todo y mi desagrado por el maldito chocolate.
Respiro con pesadez y estiro las piernas. Traigo la misma ropa de ayer al mediodía y mi piel huele a tabaco y whisky.