Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO CINCUENTA Y OCHO

RASHID

Extrañaba ésto como el peor de los enfermos.

Como un paciente terminal que ansía que su última gota de morfina alivie dolores y se convierta en el bálsamo previo a la muerte.

Con tanta intensidad extrañaba nuestros momentos y con desesperación he necesitado de ella. De su cuerpo perfecto y curvilíneo, de su tersa y sedosa piel, de su vocecita de sirena, de cada porción de Nicci que tan bien se amolda a mis manos.

Fue eterno y un tormento la travesía de volver a mi esposa. El pensar en que podía ser demasiado tarde, el peso que me oprimía el pecho al no lograr siquiera llamarla para avisarle que iba por ella.

Todo ha sido tan difícil pero en parte lo nuestro se ha basado en eso, en esas relaciones de subidones y bajadas, de dificultades, de vicio y adicción.

Una ecuación que explica el porqué para mí, esta es la mejor forma de amar.
Me podrán juzgar, me podrán renegar lo que quieran pero... Cuando el amor se convierte en dependencia, la dependencia en vicios y los vicios en una adicción cualquier sentimiento se multiplica y todo adquiere un condimento delicioso.
Que digan que es insano, que estamos mal de la cabeza, que nos tenemos que tratar... A mí me vale diez kilos de vergas.
Me gusta amarla de esta forma. Me gusta ser el enfermo muerto de amor por la mujer de los más bellos ojos verdes que he visto.
A mí me encanta y me prende amarla con toxicidad, necesidad e intensidad porque queriéndola así fui hasta el fin del mundo a buscarla cuando nadie más lo hizo y porque amándonos así, ella fue que se quedó a mi lado soportando al más hijo de puta de todos los sujetos; que fue en lo que me convertí al salir de la operación. 

Y me cuesta verla dudar porque por más que quiera taparlo, es su mirada la que refleja desconfianza.
Como si no alcanzara que esté aquí diciéndole que me equivoqué, que la recordé, que la quiero más que a nada.
Que lleva a mi hija dentro de ella. Que mi yo en blanco le dijo que aborrecía la idea de otro miembro en la familia pero el que está acá arrodillado con la frente en su abdomen está vuelto un demente sabiendo que voy a tener a una niña en mis brazos en unos meses.
Que estoy desesperadamente feliz porque ambas están bien, porque las amo, porque lo que es mío y suyo lo cuidaré como un tesoro invaluable.
Que no puedo dejar de tocarla y sentirla pero en contraste pareciera que Nicci busca lo opuesto.

Sus manos presionan mis hombros y tenuemente me empujan intentando alejarme.

—Rashid, por favor —se esfuerza en distanciarme pero no me muevo ni un centímetro—. Rashid, levántate.

Su voz es suave y tan deliciosa como una melodía.

—No me alejes. No eres como yo. Jamás te alejaste de mí por orgullo. Has sido obstinada y enojona conmigo pero jamás dejaste que tu orgullo se interpusiera entre nosotros. No lo hagas ahora.

—Rashid... Vamos, levántate —me repite procurando sonar fría y dura.

Hago caso omiso a lo que me pide y aún con las rodillas en el piso y mis brazos rodeándola, pego la oreja contra su abrigo.

Es estúpido, lo sé. Sé que no voy a escuchar absolutamente nada del bebé, que recién a los siete meses casi ocho de Ismaíl comencé a sentir sus pataditas y cada uno de sus movimientos, no obstante estoy convencido de que esta es la forma de reparar los daños con ella.

Con mi hija.

Aunque sea un poroto dentro de la panza de su madre, empezaré desde ya a explicarle que ese despreciable sujeto que la rechazó en un principio no era yo, era una parte de mí enferma, a medias y bastante podrida. Que sí la quiero, que la adoro porque ha sido algo que desde siempre desee.
Tener una hija con la belleza y el carácter de Nicci es de lo que más he deseado en la vida.

—Hola guapa —rozo mis labios contra la tela del abrigo y por un instante olvido que mi esposa me mira atentamente. Por un instante sólo somos su barriga y yo—. ¿Sabes quién soy? —cierro los ojos y como tarado sonrío—. Soy papá.

Esto es por mucho lo más cursi que he hecho pero... No tolero la idea de mi hija creciendo en las entrañas de la gitana percibiendo mi rechazo.

Soy fiel creyente de ello porque mi madre me metió esa idea hasta por la nariz; la de que los bebés perciben todo, incluso quienes los quieren y quienes no.

—Rashid —me interrumpe entrecortadamente—, levántate del suelo.

Obedezco porque no me queda de otra.
La escucho reticente de repente y no me gusta.
 
Me pongo de pie y me sumerjo de lleno en la belleza que expone su rostro. Sus ojos brillan a causa de lágrimas que derramó y de otras que retiene. Sus labios se trazan en una expresión recta e indescifrable y su mano se ahueca en mi mandíbula, acariciándola con una lentitud que me aterra.

—¿Por qué siempre tienes que ser así? —me pregunta con cierto enfado.

—¿Así? —replico—. ¿Así cómo?

Rueda los ojos—. ¡Encantador y persuasivo!

Pongo las manos en mis bolsillos.

—Soy en lo que me convertiste, habibi.

—Yo —inspira profundo, y retrocede un paso.

Esto me alerta, más por el semblante agobiado que atormenta sus faccioned que por la acción inmediata de alejarse de mí.

—¿Nicci?

—No puedo seguir así —dice en un lamento—. Perdóname pero si lo hago... Voy a reventar en cualquier momento.

Arrugo el ceño y por más que intento avanzarla o detenerla todo el miedo de perderla definitivamente me consume de repente.

—¿De qué me estás hablando?

Quiero acortar la distancia que ella imparte pero me enseña su palma y sigue retrocediendo imponiendo entre los dos un abismo.

—Es que... Ya no lo soporto —me da la espalda y la veo irse por el pasillo.

Sudo en frío y la sangre se agolpa en mis pies al repararla entrando nuevamente al estudio judicial.

Me quedo absorto, como pasmado, llamándola entre gruñidos e insultos sin poder entender qué demonios hice mal.




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