Al Borde del Abismo Libro 2

CAPÍTULO CINCUENTA Y NUEVE

Hasta hace un rato odiaba a medio mundo, quería llorar, pelearme con quien fuera y seguir odiando cualquier cosa que me ayudara a descargar la frustración por no tener a mi marido conmigo, ahora que está conmigo parezco una fumada que no puede borrar la estúpida sonrisa que trae en el rostro.

En definitiva es real cuando dicen que el amor es una mierda.

Lo ratifico porque es verdad; es una mierda, el matrimonio una mierda mucho más grande, y dos locos perdidamente enamorados uno del otro, una mierda peor.
El amor te vuelve cursi, inseguro, celoso, territorial, te sube a una vertiginosa montaña rusa cuyo paseo se acaba cuando la relación se destroza... Y el matrimonio es eso pero potenciado.
Son más hábitos, más rutinas, menos magnetismo, menos secretos, menos misterios, más celos, más peleas, más reclamos y más cursilería.

¿Como una bomba de letal onda expansiva?

Bueno así es el amor y estar casada con el contaminante amor de tu vida, peor.

Una mierda... Pero a su vez la cosa más bella y deliciosa que existe.
El amor te pone pasional, sensual, sentimental. Rompe barreras y construye puentes de confianza y amistad mutua.

El amor es una bendición... De mierda, pero una bendición y el mal necesario favorito de cada ser humano.

—Entonces —alzo una ceja al ver que se me queda mirando—. ¿Nos vamos o qué?

Rashid pestañea.

—¿Cómo? —pregunta delatándose a sí mismo, ya que es obvio que tenía la mente puesta en otro sitio.

—¿Que si nos ponemos a acampar en las escaleras? —lo mofo.

Se le escapa una carcajada llena de sarcasmo y me suelta para pasar su brazo por mi hombro y ayudarme a bajar el tramo de escalones que resta antes de llegar al elevador.

—Siempre tan chistosita —ironiza.

Llegamos al ascensor, lo solicita presionando el botón y las puertas se abren de inmediato.

Entramos y es automático, mi magnate calentón el que observa que no hay gente dentro me acorrala contra una de las paredes.

—Ey, ey no empieces —le susurro cuando se me acerca demasiado y juega conmigo paseando la punta de su nariz por mis mejillas, soltando el aire con fuerza para que su aliento caliente me ponga los pelos de punta.

—Es que no me aguanto... Te tengo cerquita y no me puedo controlar.

Apoya las manos a los lados de mi cabeza y me provoca con un descaro casi alevoso. Me besa la línea de la mandíbula y acorta cada vez más la escasa distancia que nos separa volviéndome una presa agazapada y transformándose él en un poderoso y hambriento león.

—Contrólate porque van a...

Anticipándose a mis palabras tres personas abordan el elevador y por encima del hombro de Rashid noto el escudriño entre curioso y escandalizado que nos hacen.

Me tenso y lo nota inmediatamente.
Las miradas que nos dedican, aún sin habernos sobrepasado son incómodas y...

—¿Qué están mirando? —mi marido se encocora como pitbull rabioso y se les planta amedrentando a los tres tipos—. ¿A alguno se le perdió algo o es que mi mujer está tan divina que no la pueden dejar de mirar?

Los sujetos se petrifican y yo siento que mis mejillas arden al punto de reventar.
Le toco el brazo pero es vano. Si algo adora Rashid Ghazaleh, con memoria a full o desmemoriado... Es celarme, presumirme y seguir celándome.

—Seguro es por lo segundo pero odio que morboseen a mi esposa y odio mucho más que la morboseen mientras la estoy acompañando así que mejor se dan la vuelta y cada quien a lo suyo.

—Te viniste bravito, eh —le reclamo en un susurro.

Se vuelve hacia mí sonriendo de una manera hipnótica.

—Como si ellos nunca lo hubieran hecho. Se horrorizan y bien que los ascensores son el peor coge...

Le tapo la boca para que no culmine esa frase. Sé lo que va a decir. Los dos lo sabemos.

Virtudes que da la experiencia. 

Los hombres se ponen a hablar entre ellos con nerviosismo y salen del elevador cabizbajos al llegar al lobby.

Ellos primero y nosotros después, mezclándonos con la gente que esperaba subir.

De la mano atravesamos el hall de recepción y antes de cruzar las puertas del edificio freno, me planto en medio del mundo de administradores que vienen a su turno de trabajo y tironeo la ropa de Rashid para que él haga lo mismo que yo: pare, voltee y me mire.

—¿Qué? —desconcertado parpadea—. ¿Qué pasa?

—¿De veras te ibas a ir? —suelto de sopetón—. Si yo no hubiese salido del estudio, ¿te habrías ido así de fácil?

Su expresión trasmuta cambiando de emociones en cuestión de segundos.

Confusión, seriedad, picardía.

—Por supuesto que no —dice su lado más intenso y tóxico—. Te habría odiado lo que me llevaba bajar las escaleras y quedarme afuera...

—¿Y? —suelto su manga al apreciar su semblante divertido.

—De última el maletero del auto que rentó Kerem es muy cómodo y espacioso.

Paso por su lado y le golpeo el brazo.

—Idiota.

—A veces se pelea por las buenas y otras...

—Mejor ni sigas —lo corto.

Las puertas eléctricas se abren y abandono el edificio, sin embargo es él quien me detiene unos pasos más adelante, tomándome de la cintura.

—No me doy por vencido ni aunque lo parezca, porque si en algo tú y yo no somos los opuestos, es en la vehemencia y perseverancia con que nos buscamos y nos esperaremos siempre.

Mi pecho se infla con eso.

Me reconforta, me alegra, me da la pizca de seguridad que necesitaba.

—Vamos, habibi.

Con su sutil y sensual tono de voz y su áspera mano me guía hasta el parking, donde un coche de alta gama rojo con un despampanante chófer nos espera; todo un galán con pose incluida y gafas de sol negras.

—Tengo que ir por papá —replico—. Él me acompañó y...

—Yo ya lo despaché —objeta Kerem con elocuente satisfacción—. No estaba muy contento pero al final se fue a la casa de tu madre y dijo que te esperaría allí.




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