CUATRO MESES DESPUÉS...
—Mi vida —su mano abierta en mi costado me sacude suavemente—. Mi pelota favorita que tanto me desquicia, despierta.
Ignorando lo que dice me doy una vuelta en la cama, regalándole mi espalda y toda mi indiferencia.
Restrego la nariz contra la almohada y finjo estar profundamente dormida.
Es un tarado.
Un reverendo tarado.
De unos meses a esta parte dejé de ser la belleza, la gitana, o su habibi y me transformé en pelota linda, bolita, gordibuena, gordita.
Me creció la barriga, el trasero, las tetas, las piernas y el morboso marido que tengo se da el festín por las noches con mis nuevas curvas pero durante el día me convierto en su chancha Nicci de Ghazaleh.
No me quejo de sus atenciones, de cada cosa que se me antoja tragar como muerta de hambre, de cómo me cuida cuando lloro desconsoladamente, cuando los calambres y dolores me ponen de muy mal genio y ni se diga de esas veces en que acompañarme se transforma en su pasatiempo preferido.
Cuando las hormonas elevan mi dopamina hasta la estratósfera y me lo follo incluso con la mirada.
—Árabe insoportable... No existo —digo en un ronroneo que sale ronco y entrecortado—. Déjame dormir un rato más que tengo sueño.
A las risas se pega contra mí y pasa su brazo por mi torso, apoyando la mano en mi gigantesca panza.
Se me subió la camiseta y al estar destapada le facilito buscar las pataditas y respuestas de nuestra beba.
Sonrío con comodidad pero de repente esa comodidad se transforma en una incontrolable molestia y asfixia.
Empiezo a moverme para quitar su brazo de mí. Tengo un bochorno y su cercanía me sofoca.
—Me estás aplastando —me quejo incómoda y furiosa, porque no para de reírse.
—Tampoco exageres, pelotita.
Me sacudo con mayor ímpetu cayendo en ese descontrol matutino del que Rashid se hace un show.
—¡Quítate! —le doy un manotazo y se aleja muerto de risa.
Una deliciosa risa que me deja los pelos como escobillón.
—Me encantaría ponerte esta barriga con todo lo que conlleva cargar un bebé dentro a ver si te ríes así.
—Por suerte yo solamente soy el ingrediente y no el horno donde se cocinan.
Me enderezo con lentitud y le tiro la almohada directo a la cabeza.
Me saco de la frente algunos mechones y me lo quedo mirando con el ceño fruncido.
Está guapísimo... Pero eso no lo hace menos engreído.
—¿Ya te vas a la oficina? —pregunto reparando en su traje gris oscuro y su camisa azul marino a medio abotonar.
—Luego de dar nuestras vueltas —se pone el Rolex y me observa—. Postergué la junta para la tarde así que hasta que no hagamos lo que tenemos que hacer yo no te voy a dar el privilegio de dejarte sola.
—Te lo agradezco un montón señor ocupado —ruedo los ojos y como puedo me bajo de la cama.
—Debes agradecérmelo mi vida. Soy un hombre de negocios bastante ocupado, con un itinerario apretado y un imperio que no se cuida solo —me dedica una sonrisa ladeada.
—Y también eres el padre de esto que tengo adentro —bajito y directo a mi barriga añado—, cosita preciosa de mamá —vuelvo a alzar la voz— así que es tu deber tirar tu itinerario a la mierda si de tu hija se trata.
Carcajea de nuevo.
—¡Ey, tranquila fiera! —rodea la cama, sujeta mi barbilla y me da un beso de buenos días.
—¿Ismaíl se despertó? —curioseo.
—Todavía duerme.
—¿Cómo? —me escandalizo—. Ve a despertarlo que yo me ducho y bajo a hacerle el desayuno. Tiene que ir al colegio y si se levanta sobre la hora no habrá maestra que le aguante el mal humor.
—Meredith le anda cocinando ya.
Chasqueo la lengua y suspiro—. ¿¡Es que esta mujer no descansa nunca!?
—Es Meredith, Nicci... No sé qué es lo que te asombra.
Se arremanga la camisa y se acuclilla frente a mí.
Posa las manos en mi cadera y le da un beso a mi gigantesca panza.
—Buenos días princesita de papá —saluda a mi ombligo—. Hoy tenemos una cita nosotros dos así que no me falles, ¡eh! Intenta moverte aunque sea un poco —un movimiento sobresale de mi vientre y Rashid sonríe extasiado—. ¡Me escuchó!
—Es mucho más que escucharte —le corrijo, acariciándole el cabello—. Te ama y por eso se vuelve loquísima si te oye la voz.
Sin perder la sonrisa se endereza y va a nuestro vestidor.
Busca en mi sector y me pregunta qué es lo que voy a usar hoy.
—Yo puedo elegir mi ropa, amor —le toco las manos para que se detenga, porque si por Rashid fuera me mandaría vestida de gala a la ecografía.
Inspira hondo y retrocede, cediéndome el lugar.
—Usa el vestido negro que te regalé.
Frunzo el ceño y lo busco entre las perchas.
—El que te dije que no quería que me obsequiaras —ataco.
—Porque era de una colección nueva y exclusiva y te pusiste tacaña.
Giro la cabeza para refutar eso.
—¡Yo no me...
—Úsalo. Te queda muy bien y a mí me encanta el contraste que hace el negro con tus ojos y tu piel.
Saco el vestido del armario. Es de algodón natural. Una línea especial que promocionó Scada en Milán.
Agarro medias, ropa interior y unas botas sin tacón.
Lo llevo todo a la cama y con toalla en mano me encamino al baño.
—¿Ismaíl va a la escuela?
—Por supuesto, te lo acabé de decir —contesto desde la puerta.
—Entonces me voy a despertarlo y que Meredith se encargue de bajarlo a desayunar mientras te alistas.
—¡Pero tenle paciencia! —replico en un grito—. ¡Se pone como loco si lo despiertan con prisas y lo sabes!
—Tranquila mamá gallina...
Abro el grifo de la ducha y lo último que le escucho decir es que se va a reunir con la junta médica por zoom. Junta dirigida por Valente y el comité de la clínica portuguesa.
Las cosas fueron encauzándose ya que el doctor Alves le dio el alta clínica a Rashid dos semanas después de su escapada a Italia, y enseguida regresamos a Roma, a nuestra casa.