Siempre me parecieron graciosos los cuentos de hadas. Desde pequeña, me contaban esas historias de princesas atrapadas en torres o perdidas en bosques oscuros, siempre a la espera de que un príncipe llegara a salvarlas.
Y claro, después de mil y un desgracias, siempre terminaban con un "felices para siempre". Como si el simple hecho de casarse o vencer a un villano significara que la vida, de repente, se volvía perfecta.
Es irónico, ¿no?
Lo que llaman finales felices nunca han sido algo que yo pudiera imaginar para mí. he escuchado esas historias un millon de veces y siempre terminan con risas, abrazos, y un futuro lleno de promesas.
Pero para mí, esa idea siempre ha sido ajena, algo que no logro conectar con mi realidad. Me pregunto constantemente si soy yo la que está mal, si soy la única persona incapaz de experimentar esa felicidad que, según todos, está allí, esperando a que simplemente la tomes.
Pero lo cierto es que, a lo largo de los años, he llegado a creer que mi final feliz es algo completamente distinto al que imaginan los demás.
Y suena trágico, tal vez hasta cruel, pero cuando vives en un lugar que se supone debe ser tu hogar, pero en cambio te sientes atrapada, el final parece ser la única solución posible. Mi casa no es un hogar; es una jaula, una prisión invisible.
Las paredes que deberían brindarme consuelo y protección, lo único que hacen es recordarme el peso del aire que respiro, el dolor que siento cada día al despertar y darme cuenta de que sigo aquí, atrapada, con una vida que no elegí y de la que no veo escapatoria.
Esas historias de hogares cálidos, donde las personas se cuidan y se aman mutuamente, parecen de otro mundo. En mi realidad, el hogar es el lugar donde el miedo reina, donde el silencio duele más que cualquier grito, y donde cada rincón está teñido por la desesperanza.
Las sonrisas son forzadas, si es que alguna vez aparecen, y las palabras amables se intercambian con un peso que las hace vacías. No hay refugio en las palabras cuando lo único que deseas es que te escuchen, que te vean, que te contengan. Pero en mi casa, el entendimiento es un lujo del que no dispongo.
Hay noches en las que me siento tan abrumada que el simple acto de respirar se convierte en un esfuerzo titánico. Me ahoga el ambiente, el silencio ensordecedor que llena la casa. Nadie parece darse cuenta de lo que ocurre dentro de mí, de cómo me estoy desmoronando poco a poco.
Y, si lo notaran, ¿realmente les importaría?
Me lo he preguntado muchas veces, y siempre llego a la misma conclusión:
NO....
no les importaría. La soledad que es mi compañera persistente, una amiga cruel que no me abandona ni un segundo. Está allí cuando me despierto, cuando intento sonreír y cuando trato de dormir. Me susurra al oído, recordándome que nada cambiará, que siempre estaré atrapada.
A veces me pregunto cómo sería escapar. Imagino abrir la puerta y salir corriendo, sin mirar atrás, dejarlo todo atrás y buscar un lugar donde, tal vez, pudiera ser feliz. Pero ese pensamiento se desvanece rápidamente porque sé que no hay un lugar al que pueda ir.
El mundo allá afuera es tan desconocido como aterrador, y no tengo fuerzas para enfrentar lo que venga. Mi prisión no es solo esta casa; es también el miedo que me invade cada vez que intento imaginar un futuro diferente. No sé cómo vivir fuera de esta jaula. Es todo lo que conozco.
La gente siempre habla de segundas oportunidades, de cómo la vida puede sorprenderte cuando menos lo esperas. Pero para mí, son solos clichés, palabras que el viento se lleva.
Las oportunidades no han tocado a mi puerta, y lo único que la vida me ha dado es la interminable tristeza y dolor. Y no importa cuánto lo intente, no puedo romper.
No tengo fuerzas para seguir fingiendo que todo está bien. Esa máscara que llevo puesta cada día, esa sonrisa que no es mía, se ha vuelto insoportable.
¿De qué sirve seguir pretendiendo cuando nadie ve más allá de la superficie?
Mi interior está roto, destrozado, y no hay nada que pueda repararlo. No sé en qué momento comencé a sentirme así, pero lo que sí sé es que esta sensación ha estado creciendo dentro de mí durante mucho tiempo. Y ahora, es todo lo que queda.
El miedo también juega su papel en esta historia. No solo el miedo a lo que podría pasar si trato de cambiar las cosas, sino también el miedo a quedarme aquí, a seguir atrapada en esta vida que no me pertenece.
Cada día, ese miedo me consume un poco más, me paraliza y me impide moverme, hacer algo, cualquier cosa, para salir de este abismo en el que estoy. Y lo peor es que no tengo a nadie a quien acudir. No hay nadie que me entienda, que me escuche sin juzgarme. Estoy sola en este lugar que debería ser mi hogar,
y no sé cuánto tiempo más puedo soportarlo.
He llegado a un punto en el que la única salida que veo es el final. No hablo de un final simbólico, de algún tipo de transformación personal o de un cambio de rumbo.
Hablo del final definitivo.
Porque, según mi mente, es la única manera en la que puedo ser libre, la única forma en la que podré encontrar algo de paz. No sé si habrá algo después de la muerte, pero lo que sí sé es que lo que hay aquí no es vida. Esto es una existencia vacía, una tortura constante que ya no puedo soportar.
No es que quiera morir, no es eso. Lo que quiero es dejar de sentir este dolor, este peso insoportable que me aplasta cada día. Quiero poder respirar sin que me duela el alma, quiero poder dormir sin que los pensamientos oscuros invadan mi mente.
Quiero ser feliz, pero no sé cómo. Y, después de tanto tiempo, he llegado a la conclusión de que la felicidad no es algo que pueda alcanzar en esta vida. Tal vez, solo tal vez, en el final encuentre la paz que tanto anhelo.
Es difícil poner en palabras todo lo que siento porque, al hacerlo, parece aún más real, más abrumador. Y, sin embargo, necesito decirlo, necesito sacar esto de mi pecho, aunque nadie escuche.
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desahogo mental y emocional, miedos sin fin, quiero ser normal
Editado: 16.11.2024