Cada amanecer, siento el choque de ese aterrizaje forzoso que conlleva el volver a enfrentar un nuevo día en esta dimensión densa, oscura y calurosa, al menos en este instante y desde este punto del planeta Tierra. Mi sueño caduca cada día y mi ser físico padece, esperando con ansias ese momento donde, horas después, el mismo sol naciente vuelve a caer para dar a luz un nuevo atardecer y, con él, celebrar la víspera de una nueva noche. Una noche mágica en la que el cuerpo descansa, la mente se silencia y el espíritu viaja en otra dimensión. La dimensión intangible, desconocida. Ese lugar donde todo es posible, dejando atrás las densidades mundanas, simplemente sintiendo la luz del propio ser divino unido a la luz de una infinidad de partículas cósmicas que también viajan en otra dimensión a través del espacio y del tiempo.
Febo encandila mi vista desde lo alto del cielo. Irradia un calor tortuoso para mi piel, mi cuerpo entero y mis instintos vampíricos, por así decirlo, puesto que nunca me ha gustado tanto sol. Creo esta intolerancia al calor de la vida esté estrictamente relacionada con mi naturaleza espiritual: mi cuerpo es el contenedor de mi espíritu, viene con una mente, con emociones muy intensas y otras cosas que no termino de comprender. Pero sé que no soy sólo este cuerpo, ni esta mente ni este corazón que expresa emociones, hablándome, enviándome constantes señales que, poco a poco, voy aprendiendo a interpretar. Lo difícil es asimilar el aprendizaje y responder a los estímulos de manera automática: las experiencias se repiten una y otra vez, volvemos a pasar por el mismo sentimiento de dolor, tristeza, soledad, desamparo, miedo y agonía... y la mente se pregunta ¿por qué? ¡ésto ya lo viví! ¡no quiero tener que volver a transitar el mismo sufrimiento, no otra vez, por favor, no! Sin embargo, Febo sigue brillando obscenamente justo en la mitad del cielo, desplegando sus potentes rayos sobre la faz de la Tierra, como burlándose de mi existencia humana a carcajadas de fuego...