Al calor de un beso

PROLOGO

 

1809, Rochester, Kent

La comida campestre anual que organizaba su excelencia, la duquesa de Kent, daba la sensación de ser todo un éxito como en ocasiones pasadas. Los jardines de la mansión estaban impecablemente cuidados y adornados para tal evento; las jóvenes más prometedoras de la temporada se encontraban en Rochester Hall, siendo de público conocimiento que la anfitriona siempre lograba convocar —en su ya acostumbrada reunión al aire libre— a los mejores partidos y, por supuesto, Marc Reginald Somerset, el joven duque de Beaufort, había dicho presente. No porque le urgiera buscar una esposa; más bien, todo lo contrario, pero el caso era que se encontraba allí y las jovencitas casaderas no escatimaban esfuerzos para llamar su atención. Sin embargo, aquello, más que alagar a su excelencia, lo crispaba y desviaba de su deber como tutor.

Miró por el rabillo para comprobar que, la dama por quien debía velar, seguía sentada junto con sus amigas sobre la manta con cojines dispuestos para el picnic, y bramó una maldición en sus adentros. Nuevamente, lady Helen Somerset se le había escapado.

—Si me disculpan, un asunto que requiere de mi atención me obliga posponer esta amena charla. —Forzó una sonrisa y se excusó con las muchachas que acaparaban su atención.

Los ojos color avellana del caballero de veinticinco años, se mantuvieron fijos en una de las tantas puertas de la enorme casa solariega. La suave brisa alborotaba su cabello rubio, en tanto caminaba con una elegancia innata hacia su objetivo. Era insospechado que, el hombre cuyo semblante se mantenía impasible, tuviera los pensamientos más atroces sobre la reacción que tendría si resultaban ciertas sus sospechas. Su mandíbula firme se tensó y sus tupidas cejas se juntaron cuando frunció el ceño y dio paso al interior de la residencia.

Conocía el sitio como la palma de su mano y subió las escaleras para dirigirse al ala este, donde se alojaban las damas solteras con sus respectivas carabinas. En su caso, su hermana menor debió ocupar la habitación que su querida tía, la duquesa, le proporcionaba cada vez que la visitaba, pero la pequeña a quien había malcriado a más no poder por la prematura muerte de sus padres, insistió con instalarse en un dormitorio junto a las demás señoritas.

Cuando llegó al amplio pasillo con puertas blancas una frente a otra, caminó a paso firme reparando con la mirada y contando mentalmente, hasta llegar a una en concreto. Tragó saliva y la abrió de pronto, recorriendo la estancia con detenimiento, sorprendido de no descubrir la escena que estaba seguro vislumbraría. En cambio, una niña de rizos castaños y ojos grises como la misma luna, lo vio con curiosidad por haber interrumpido su juego de muñecas. La pequeña, que se encontraba sentada sobre la moqueta que cubría todo el piso del dormitorio, se puso de pie y realizó una perfecta reverencia, provocando que el hombre de metro ochenta de estatura le devolviese el saludo con una leve inclinación de cabeza, y una enorme y sincera sonrisa.

—Lamento haberla interrumpido, lady… —enarcó una ceja y la niña sonrió.

—Deborah Prescott, excelencia —repuso con suavidad la pequeña que rondaría los once o doce años.

—¿Sabe quién soy, lady Deborah? —indagó divertido el caballero.

—Por supuesto. Es su excelencia, el duque de Beaufort —contestó con absoluta convicción.

Su sonrisa se ensanchó al conocer a tan encantadora niña.

—Una damita tan bien instruida merece un premio —anunció y del bolsillo interno de su levita azul rey que combinaba a la perfección con la chaquetilla bordada con hilos dorados, extrajo un caramelo envuelto con un fino papel—. Tome, milady. De momento le ofrezco este pequeño e insignificante presente, pero prometo que, cuando sea el momento oportuno, recibirá de mi parte algo mucho más valioso.

La pequeña Deborah tomó el dulce que le ofreció el duque e inclinó la cabeza, agradeciendo el gesto. Vislumbró con fijeza a su excelencia, en tanto éste la apremiaba a probar lo que le había entregado. Entonces, le quitó el rebujo al caramelo y se lo llevó a la boca. Sus ojos brillaron cuando su paladar comenzó a saborear de aquel peculiar manjar.

—Por esas casualidades, milady, ¿ha visto por aquí a otro caballero? —indagó Beaufort, una vez que notó a la pequeña distraída, degustando el dulce.

Ella, con aquellos intensos ojos grises, lo miró detenidamente por unos segundos, hasta que movió de un lado a otro la cabeza, negando que hubiese visto a otra persona por allí.

—Bien. —El duque resopló con disimulo—. Confío en que no me mentiría… —enarcó una ceja, buscando cualquier atisbo de duda en la mirada plomo de la niña que no se inmutó.

—Mi madre me ha prohibido decir mentiras, excelencia —respondió la criatura, con aparente inocencia.

Marc asintió conforme, y dio media vuelta para abandonar el dormitorio. Sin embargo, antes de cruzar el umbral, se volteó y le dedicó un guiño a la pequeña Deborah que se sonrojó al instante.

Cuando la puerta por fin se cerró tras la espalda ancha de su excelencia, la niña largó todo el aire que había contenido, como si se hubiera librado de una pesada carga.

—Su excelencia se ha ido… —musitó de pronto.

La colcha que cubría la cama, y que por uno de los bordes llegaba hasta el piso, comenzó a moverse. La cabeza morena de un hombre se asomó de debajo del lecho, haciendo a un lado la manta, y se arrastró hasta que su atlético cuerpo se incorporó al lado de la pequeña Deborah, quitándole casi medio cuerpo.




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