Al calor de un beso

CAPITULO 1

 

Londres, 1818

Deborah lanzó un bufido de fastidio cuando regresó de la residencia de sus tíos e ingresó a Carlisle House. Su prima Meredith, después de tres años y de reencontrarse con el nuevo conde de Northampton, por fin se comprometía con el único caballero que le importaba. Sin embargo, a pesar de que no era un secreto para ella que seguía locamente enamorada de James Vernon, parecía reacia al compromiso, y solo lo aceptaba por una obligación que ella desconocía.

No comprendía en absoluto a Meredith, porque, ¿quién en su sano juicio estaría tan devastada por desposar al hombre que amaba?

Ella, sin embargo, regresaba decepcionada por haber dejado escapar una de las escasas oportunidades que tenía para conversar con lord Harewood. Su desesperación la llevaba a transitar el camino de la insensatez. Tal era el caso que, si no hubiera sido por Meredith, habría corrido tras el conde en su afán de intercambiar algunas palabras con el caballero y, por supuesto, aprovechar la ocasión para preguntarle de un modo sutil, cuándo sería el día en que por fin iría a pedir su mano en matrimonio.

Ya transcurrieron nueve años de aquella promesa y tres, desde que debutó en sociedad. Esa era su tercera temporada y, si no concretaba su compromiso con Edward, tendría que sopesar entre la posibilidad de quedarse soltera o aceptar la propuesta de otro caballero que, por supuesto, no sería una oferta tan ventajosa como las que recibió en sus primeras dos temporadas.

Comenzaba a creer que el hombre jamás se comprometería con ella y que aquella promesa había sido una mentira piadosa para que una inocente niña no abriera la boca. Una mentira que para él significaba evitar el escándalo, pero que para ella simbolizaba un futuro tejido alrededor del joven que había admirado desde que tenía uso de razón. Porque, tampoco era un secreto para nadie que ella veneraba al conde de Harewood mucho antes de haber recibido aquella oferta de su parte. Que le prometiese matrimonio en cuanto ella cumpliera la edad adecuada, solo había afianzado aquel afecto indescriptible que desde muy pequeña le había guardado.

No obstante, cuando regresó de la escuela de señoritas, lista para su presentación, la complicidad y la amistad que los había unido a lo largo de aquellos años en los que sus familias habían sido muy unidas, se esfumó, y la renuencia del conde a compartir con ella, aunque sea unos minutos a solas, le era palpable a pesar de que se rehusaba a aceptarlo. Sin embargo, le quedaba poco tiempo como para seguir aguardando a que el caballero, de cuenta propia, se presentase en su residencia para formalizar aquella promesa, por lo que tendría que tomar una decisión y dar el primer paso ella misma.

—Milady…

La voz de Rupert, el mayordomo, la arrancó de sus cavilaciones cuando se disponía a subir las escaleras para dirigirse a su dormitorio. Había despachado a Sara, su doncella, en cuanto vio el carruaje del conde de Harewood frente a la residencia de los Staunton, por lo que regresaba sola en aquellos momentos, después de corroborar que su prima se había recuperado de la impresión que le causó la noticia de su compromiso, y que lord Northampton se mudaría a su casa.

—Rupert… —Se volteó para prestarle atención al hombre que se acercaba con la correspondencia en una pequeña bandeja de plata.

—Han dejado esto para usted, milady.

Extrañada de que la misiva no tuviese sello ni remitente, Deborah tomó el sobre y subió a su alcoba para revisarlo en privado. Una extraña sensación le recorrió la nuca, en tanto cerraba la puerta con llave, se deshacía de su abrigo y sombrero, y se acomodaba en el canapé de terciopelo azul, junto a su ventana. Cuando sus dedos revelaron el contenido, sus ojos vislumbraron una elegante tarjeta de visita que pertenecía, nada más y nada menos, a Marc Reginald Somerset, su excelencia, el duque de Beaufort.

Sus ojos grises se abrieron excesivamente y no supo por qué, pero sus labios se curvaron en una grata sonrisa al recordar al esbelto caballero rubio que le había obsequiado aquel dulce, con el propósito de chantajearla para que le revelara dónde se escondía Edward.

Se recostó en el mueble y miró el techo, pensativa. No supo más nada del duque desde que regresó de la escuela de señoritas. Es más; su madre, había extendido una invitación a su excelencia para su presentación, pero no había acudido a su fiesta porque días antes partió a Francia para reunirse con su hermana. Al parecer, el esposo de ésta pereció en París, y fue menester que el caballero acompañase a lady Helen en ese triste y doloroso momento.

Volvió a mirar la tarjeta y rozó sus dedos sobre la tinta que plasmaba una elegante caligrafía. Por la mente se le cruzó que, tal vez, hacerle saber de su regreso no se trataba de un asunto trivial ni mucho menos, porque si algo recordaba de su excelencia era su fama de caballero con decisión y carácter firme. Sin embargo, tampoco se le ocurría qué motivos podría tener el duque para enviar a su residencia aquella tarjeta, pero, si su objetivo había sido intimidarla o mantenerla en vilo ante la duda sobre sus intenciones, su empresa había obtenido el éxito deseado.

Ante aquella incertidumbre generada por un caballero por quien decenas de jovencitas habían suspirado, la idea de que quisiera darle un escarmiento por haberle mentido hace nueve años, nubló su mente y, como una ballesta se puso de pie. Tomó un chal, se cubrió los hombros con él y bajó a los jardines de su casa para que el aire fresco le devolviera un poco de juicio a su enrevesada cabeza que, con la impaciencia y la presión de conseguir una propuesta definitiva del hombre que ella ansiaba como esposo, se alejaba cada vez más de la cordura. Con la brisa gélida rozándole la cara, llegó a la conclusión de que era inaudito suponer que, un caballero de la talla del duque, anduviera por Londres, persiguiendo a una insignificante jovencita que le había mentido hace tanto tiempo. Seguramente, ni siquiera recordaba aquel episodio que ella jamás pudo olvidar por evidentes razones.




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