Al calor de un beso

CAPITULO 2

Edward se presionó las sienes y recostó la cabeza dentro del carruaje, mientras regresaba a su residencia de dejar las pertenencias de su amigo, James Vernon, en casa de los Staunton. Aquella absurda idea de desposar a la mujer que lo había rechazado solo para cobrarse la ofensa, le daba mala espina, y presentía que el nuevo conde Northampton sería el único que terminaría lastimado en todo aquel escabroso asunto. Sin embargo, más que apoyarlo no podía hacer otra cosa, dado el caso que él tenía sus propios problemas.

Que James le recordara lo poco honorable que estaba siendo con Deborah, le carcomía la conciencia y se dividía entre la idea hacer lo correcto o decirle la verdad a la joven.

«Esta es su tercera temporada; si no pesca un esposo, las posibilidades de concretar un buen matrimonio disminuirán considerablemente hasta el punto de tener que conformarse con lo que queda. No puedes ser tan egoísta y no decírselo».

Resopló y sacudió la cabeza, intentando olvidar las palabras que profirió su amigo con la intención de hacerlo entrar en razón. Sin embargo, aún no tomaba una decisión al respecto; no deseaba herir los sentimientos de la muchacha a quien vio nacer y crecer como si fuese su pequeña hermana, pero tampoco estaba en sus planes ponerse la soga al cuello por una propuesta que fue más una mentira que una promesa.

Se aflojó el pañuelo anudado en el cuello, alborotó con su mano derecha su pelo azabache, y sus ojos negros como la noche contemplaron el exterior del carruaje, a través de la pequeña ventana, sin ver en realidad nada. Buscaba respuestas a sus dudas en sitios donde sabía no las hallaría, pero no perdía la esperanza de que la vida le enviase una señal respecto a la decisión que debía tomar.

El coche se detuvo y se apeó de él con prisa, sin esperar a que el lacayo le abriera la portilla. Harewood subió la escalinata que antecedía a la entrada principal de su mansión, abrió la puerta con su llave y cruzó el umbral, en tanto sus pensamientos seguían cavilando la mejor manera de resolver su asunto con la pequeña Deborah, como siempre la había llamado. Sin embargo, casi cae de bruces al tropezar con un enorme baúl que antecedía a otros tantos, esparcidos por todo el vestíbulo.

Arrugó la frente y ladeó el rostro, mirando al mayordomo que en ese momento se materializó frente a él.

—¿Harold…? —Harewood enarcó una ceja, esperando una explicación por parte del hombre alto y delgado de mediana edad que intentaba demostrarse impasible.

El susodicho, que conocía a la perfección aquel tono empleado por el conde, sonrió forzosamente y contestó:

—La marquesa ha llegado, milord.

Edward arqueó las cejas por la sorpresa y maldijo a James por haber invocado a su tía, durante su paseo en Hyde Park.

—Comprendo… —susurró más para sí que para el sirviente—. Supongo que decidió permanecer en la ciudad lo que resta de la temporada —masculló, intentando contener su malestar delante de Harold, en tanto contaba mentalmente la cantidad de baúles que había traído consigo la dama.

—Ha venido, según las propias palabras de milady, a ocuparse de su matrimonio, milord —informó el criado, mirando de soslayo a su señor.

El conde solo resopló con disgusto. Sus largas y torneadas piernas, ataviadas con una calza de montar color marrón oscuro, comenzaron a moverse dando pasos en círculos alrededor del baúl con el que tropezó. Unió sus manos a su espalda y su amplio torso comenzó a subir y bajar por el ejercicio de respiración que empleó para calmarse. De todos modos, sintió que se sofocaba y quiso despojarse de la chaqueta de montar color azul burdeos y de la chaquetilla del mismo color que sus calzas; sentía que aquellas prendas lo desahuciaban, cuando en realidad, el asunto que lo estaba angustiando por dentro era otro.

—Supongo que pretende que cenemos juntos… —logró decir, después de unos minutos.

Harold afirmó.

—¿Se le ofrece algo, milord? ¿Una copa de brandy, tal vez? —inquirió el mayordomo a sabiendas de que el humor del conde se había crispado con la llegada de su tía.

Lady Amalia Winter, marquesa de Winchester, era hermana de su difunta madre, Angelina, a quien Edward perdió dos años antes que a su padre. La marquesa, quien no había podido concebir, le tenía un gran cariño a su único sobrino y, a falta de descendencia propia, el conde se había convertido en el dueño absoluto de todo el afecto y atención de lady Amalia.

Por ese motivo, no le sorprendía que su tía hubiera llegado a la ciudad en pleno apogeo de la temporada, ya que, desde que cumplió los veinticinco años, la misma se ha empeñado en manejar sus asuntos matrimoniales, y cada año se volvía un poco más insistente con la cuestión, lo que significaba que debía apresurarse en tomar una decisión respecto a Deborah si no deseaba que la marquesa en persona fuese a la residencia del conde de Carlisle a formalizar su compromiso.

—Ocúpate de la cena que, del brandy, me ocuparé yo mismo —indicó, sorteando el equipaje de su tía para dirigirse al pasillo que conducía a su despacho.

Cuando traspasó las puertas dobles que daban al amplio sitio provisto de una surtida variedad de libros, las cerró tras de sí y caminó hasta el aparador de licores para servirse una copa de brandy. Sentado en uno de los sillones orejeros dispuestos alrededor de la chimenea recién avivada, bebió despacio y repasó mentalmente los acontecimientos de los últimos días. La llegada de su amigo como el nuevo conde de Northampton, había sacudido un poco a la sociedad londinense; aparecerse en el baile de los Londonderry y reclamar un vals a la señorita Staunton, causó revuelo entre los presentes. Y, cuando ambos desaparecieron por un lapso de tiempo, los murmullos y habladurías sobre el reencuentro de dos antiguos enamorados no tardaron en esparcirse por todo el salón.




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