Al calor de un beso

CAPITULO 3

Deborah dejó que la anfitriona, lady Mariam West, condesa viuda de Dudley, la llevase hasta un círculo brioso de señoritas que parecían sostener, guiadas por la insufrible de Abigail Loughty, una conversación entretenida. Sin embargo, cuando la vieron llegar, guardaron silencio, en tanto le lanzaban miradas desdeñosas y escrutaban de pies a cabeza.

Era consciente que no les caía en gracia a muchas damas que buscaban esposo, debido a que la mayoría en su círculo la consideraban como el mejor partido en las tres temporadas que llevaba incursionando. Eso, sumado al hecho de que ha recibido la oferta de más de la mitad de los caballeros solteros para desposarla, y rechazado sus respectivas propuestas, la hacía parecer, a los ojos de esas señoritas, demasiado arrogante y pretenciosa.

Cuando escuchaba ese tipo de comentarios malintencionados, solo respiraba varias veces y contaba mentalmente hasta diez para no perder la compostura. Además, daban por hecho su compromiso con lord Harewood, aunque muchas madres que deseaban su misma «fortuna» para sus pupilas, han empezado a especular sobre la indecisión del conde con formalizar el compromiso. No obstante, ninguna de ellas se atrevía a mencionar el asunto en presencia de su madre o de algunas de las damas más influyentes de la sociedad, como las marquesas de Durham y Winchester, o la duquesa de Kent.

Luego de saludar por cortesía a aquellas jóvenes, se dirigió a la terraza con su carabina, con el propósito de evitar la viperina lengua de la hermana menor de la anfitriona. Sin embargo, grande fue su sorpresa cuando oyó su nombre, a sus espaldas. Deborah reconoció de inmediato al dueño de aquella voz y tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no voltearse con apremio. Cuando se giró despacio, para no parecer desesperada por verlo, en su rostro se dibujó una sonrisa sincera y sintió alivio al ver al motivo de sus desvelos buscándola, cuando parecía que siempre evitaba su cercanía.

—Lord Harewood, que sorpresa verlo aquí… —emitió cuando la emoción de su posible compañía, le permitió hablar.

Edward extendió su mano y Deborah depositó la suya en ella; el conde agachó la cabeza en una elegante y educada reverencia.

—Milady, es un placer verla, de nuevo… —susurró Harewood, haciendo alusión a su encuentro fugaz, horas antes, en la residencia de los Staunton.

—El placer es todo mío, milord, y, a decir verdad, me alegra verlo porque deseaba tener una oportunidad para conversar con usted. —Deborah estaba dispuesta a sacar el tema del compromiso, aunque no fuera correcto que una dama realizase ese tipo de cuestionamientos.

Sin embargo, el tiempo se le agotaba; con la llegada de Beaufort y lo más probable, de su hermana, estaba segura que lo mejor era tomar el asunto de raíz para obtener una respuesta definitiva de parte del conde. De todos modos, lo peor que podía suceder era que le dijese que no pediría su mano, y esa respuesta ya la tenía mientras él no actuara.

—Que coincidencia; también deseo mantener una charla con usted, de ser posible, ahora mismo.

Deborah miró a su doncella y le hizo una seña para que los dejara a solas, sin embargo, la susodicha no se movió de su sitio. No estaba dispuesta a que su señora corriera el riesgo de arruinar su reputación, precisamente en su compañía. Lady Margaret la mataría.

—Sara, tengo asuntos que tratar con milord, no tardaré. —Sus palabras fueron firmes, por lo que la doncella se retiró, dejándolos a solas.

—Caminemos, milady. Lo mejor es que evitemos oídos indiscretos. —Edward le ofreció su brazo.

Ella asintió gustosa y ambos bajaron la escalinata que daba al jardín. Caminaron despacio, en un tenso silencio, hasta una especie de sombreada pérgola junto a un estanque rodeado de rosaledas secas y numerosas estatuas. Se detuvieron a una distancia prudente de la terraza donde se serviría el té, y el largo suspiro de Harewood presagió que la charla no sería sobre un asunto agradable, por lo que dejaría que él hablase primero para evitar hacer el ridículo con su confesión y pregunta.

—Por favor, milord, empiece usted —apremió la dama.

Edward pareció dudar por unos segundos, en los que ella más se convencía de que el asunto distaba mucho de una charla sobre concretar un compromiso. Más bien, parecía desahuciado, incómodo e indeciso.

—Lo que debas decir, dilo, Edward. —Lo tuteó como cuando era niña. El conde la miró por primera vez a los ojos y ella vio en ellos la culpa—. Sabes que puedes decirme lo que quieras y que, sea lo que sea, te entenderé como siempre lo he hecho desde niña.

Harewood sonrió con cierta melancolía y le tomó las manos que se sentían tibias a pesar de que llevaba puestos los guantes. Estudió el aspecto de la bella joven y se sintió conmovido. Era preciosa, y se veía como un ángel con aquel vestido blanco que aseveraba aún más su criterio. Se cuestionó por unos instantes si en verdad sería incapaz de sentir amor por ella, si el tiempo no cambiaría sus sentimientos, si no se arrepentiría en un futuro por no darse la oportunidad de tener una vida con ella.

Deborah, como bien le había dicho a su tía, era perfecta en todos los aspectos, pero a sus ojos no dejaba de ser aquella niña traviesa a quien vio crecer y prometió, en un acto de desesperación, matrimonio. Tampoco deseaba hacerle daño con su sinceridad y se sentía en vilo, pensando si era preferible que siguiera esperando por una propuesta de su parte, hasta que se cansara de hacerlo y considerase la oferta de alguien más, o romperle el corazón revelando que su promesa no había sido más que un acto de agobio.




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