Al calor de un beso

CAPITULO 4

Después de haber compartido aquel beso con Deborah, Edward permaneció aturdido y con los pies clavados en el mismo sitio donde ella lo había dejado cuando se echó a correr, luego de darle las gracias.

La idea de dar por terminado aquel asunto pendiente con la hija del conde de Carlisle, no había sido precisamente como él imaginó; todo lo contrario, porque presentía que apenas había abierto los ojos ante una revelación que tanto se había empeñado en dibujar como simple culpa.

Cuando regresó en sí, tragó con fuerza y la buscó con la mirada, pero ella ya había desaparecido y, por extraño que pareciese, se sentía decepcionado al respecto. Entonces, respiró hondo y se dijo a sí mismo que tal vez era lo mejor, porque en ese momento no estaba en condiciones de razonar con todo su buen juicio, ya que se sentía desbaratado por dentro, con sentimientos encontrados a los que aún no les podía dar ningún significado, y temía cometer otra insensatez de la que podría arrepentirse aún más.

No obstante, si pensó que saldría airoso —y sin lidiar con ningún inconveniente— de aquella situación, la exasperación lo hizo su presa al notar dos pares de ojos que lo observaban con expectación.

Sin ánimos de someterse a los cuestionamientos de las damas que —al parecer— habían presenciado aquel acto indecoroso, subió los peldaños de la escalinata que conducía a la terraza de la residencia de la condesa viuda de Dudley. Además, por ridículo que fuese, lo menos que le preocupó en aquel instante era que corrieran la voz, anunciando el del que fue protagonista junto con la pequeña Deborah.

—Milord. —Lady Abigail lo saludó ansiosa, cuando se acercó a ella y a la anfitriona.

—Buenas tardes, bellas damas. —Edward empleó aquellas estoicas palabras por pura cortesía.

Deseaba marcharse lo más pronto posible del sitio, sin embargo, la ceja enarcada de la condesa viuda y la mirada expectante de su hermana, lo obligaron a tolerar unos minutos de conversación. No porque le importase sus opiniones sobre lo sucedido, sino porque le interesaba salvaguardar la buena reputación de Deborah; si no dejaba en claro el asunto antes de marcharse, sabía que la más perjudicada en todo aquello sería ella.

—Buenas tardes, lord Harewood —respondió la anfitriona—. Pronto servirán el té, pero, creo que su prometida tuvo una emergencia y acaba de marcharse…

Harewood comprendió a la perfección aquel juego en el que la mujer deseaba hacerlo caer.

—¿Conoce a mi querida tía, la marquesa de Winchester, milady? —preguntó, cambiando con habilidad el tema. La mujer asintió—. Acaba de llegar desde Surrey, por lo que, deberé retirarme para reunirme con ella. No he querido faltar a esta reunión, ya que se ha tomado la molestia de invitarme personalmente —explicó el conde con una sonrisa endiabladamente encantadora, que solo hizo sonreír y ruborizar a la dama.

—Comprendo, milord. Descuide y entréguele mis saludos a la marquesa —dijo ella como si nada, presa del afamado encanto del conde.

Sin embargo, lady Abigail no pensaba dejar pasar la oportunidad de sonsacarle sobre lo que vio, y no sería tan sutil como su hermana.

—No estaba al tanto de que se comprometió, milord…

Edward intentó mantener la compostura para no dejar mal parada a Deborah, ante la malhumorada Abigail Loughty.

—Me siento apenado con marcharme tan pronto, pero prometo compensar esta situación, uno de estos días. Si me disculpan, me retiro.

Dio por terminada la conversación y, aunque notó que la menor de las hermanas estuvo a punto de abrir la boca para insistir sobre el asunto, la mayor la contuvo y le dedicó una reverencia junto con una sutil sonrisa a Edward, quien no esperó ni un segundo más para salir de aquel lugar.

Ya en el carruaje, se sintió en la necesidad de desviar su ruta e ir a White's a distraerse y no ensimismarse demasiado en lo sucedido, sin embargo, su empresa resultó tan agobiante, que parecía querer ahogarse cada vez que su memoria traía a colación los labios húmedos de Deborah.

Hastiado, se unió a un grupo de caballeros que mencionaron la llegada de su mejor amigo con cautela, en su afán de evitar meterse en problemas por las conexiones que poseía el nuevo conde de Northampton, pero las especulaciones sobre los motivos de su aparición y su reencuentro con la señorita Staunton le resultaron de lo más estúpidos, que embravecido consigo mismo por no dominar su propio genio, decidió regresar a Harewood House, entrada la noche.

—¿Desea algo, milord? —Harold tomó la capa del malhumorado conde, quien llegó pensativo a la mansión.

—No —resopló con fastidio y caminó hacia el pasillo que conducía a su despacho. Sin embargo, se detuvo en seco y volteó para dirigirle unas últimas palabras al hombre—. Si la marquesa pregunta por mí, dile que estoy resolviendo un asunto urgente. No deseo ser molestado por absolutamente nadie.

—Como usted ordene, milord.

Edward retomó sus pasos y continuó su marcha hasta la puerta maciza que antecedía su despacho; la abrió y cruzó el umbral. No obstante, se detuvo atormentado cuando la abertura se cerró tras él. Un nudo se formó en su garganta, al no encontrarle explicación a ese sentimiento extraño que lo embargó en la tarde, por lo que tragó con dificultad, mientras se recostaba sobre la firme madera.




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