Al calor de un beso

CAPITULO 5

Deborah se encontraba sentada en el tocador, mientras cepillaba con lentitud su cabellera castaña cobriza. Sus ojos irradiaban un deje de tristeza, pero también determinación. Había conseguido aquel ansiado beso de su primer y único amor, pagando un precio bastante alto: convertirse en una simple conocida para lord Harewood.

Ansiaba con todas sus fuerzas olvidarlo, sabía que era lo mejor que podía hacer por su propio bien; sin embargo, lo amaba, aun siendo consciente de que el caballero nunca le dio esperanzas de atarse a su vida, más que aquella tonta promesa a la que ella misma se aferró, engañándose por tanto tiempo y luchando contra la razón que le decía que aquella ilusión solo le haría daño, que debía desprenderse de ese sentimiento porque junto a Edward, jamás tendría futuro ni un final feliz.

Su corazón la martirizó toda la madrugada, repitiéndole que nunca lograría arrancarlo de allí, que no existía un hombre capaz de hacerla olvidarlo, mas, su cabeza le insistía que debía desechar su recuerdo y hacerlo a un lado de su vida; le gritaba que él ni siquiera se merecía su amistad, y que seguir tratándolo como si nada, solo dilataría la herida que, con su actitud y palabras, el propio conde se había encargado de perforar en lo profundo de su alma.

Resopló frustrada cuando recordó que en la noche tendría que volver a verlo. Deseaba poder no asistir a la cena de compromiso de Meredith, pero le resultaba imposible encontrar una excusa que fuera válida para no acompañar a su prima en tan importante celebración.

—Milady… —musitó Sara, ingresando a sus aposentos con un precioso y elegante vestido de montar color verde oscuro—. Su excelencia llegará en cualquier momento; debemos alistarla —avisó con suavidad, siendo consciente de que su señora se encontraba desolada por dentro, como consecuencia de su encuentro con el conde de Harewood, el día anterior.

Deborah emitió un largo suspiro y se dejó vestir, para que luego la doncella le colocara el casquete del mismo color y lo asegurase con unos cuantos alfileres al recogido perfecto que le había hecho antes.

Se había sorprendido cuando su madre le notificó sobre la invitación del duque de Beaufort y recordó las palabras que emitió el susodicho cuando se reencontraron. Se repitió que aquello debía ser un arrebato para mantener contenta a la duquesa de Kent, y que nada tenía que ver con la voluntad propia de ese hombre. Además, tenía que comenzar a considerar a otros caballeros, ya que el único hombre por quien penaba su corazón, le había dejado en claro que no la desposaría jamás, y sería un buen comienzo el que la viesen en compañía de alguien tan importante y codiciado como su excelencia.  

Cuando el mayordomo anunció que la esperaba en el vestíbulo, Deborah se miró por última vez en el espejo y ensayó una sonrisa que se dibujó muy mal en su rostro de ojos apagados. Bajó los hombros en señal de resignación y fue al encuentro del caballero que había avisado se encargaría de su montura.

—Su excelencia… —Deborah realizó una perfecta reverencia, en tanto Beaufort tomaba su mano enguantada y le propinaba un beso firme en sus nudillos.

Besar la mano de una dama ya no se estilaba, por lo que, ofuscada, ella se preguntó qué pretendía el caballero haciendo aquello.

—Milady, se ve exquisitamente bella. —El hombre levantó la mirada al rostro de Deborah, comprobando que las mejillas de la dama se habían teñido de un adorable rubor y sonrió por dentro.

—¿Nos vamos? —inquirió ella, con cierta turbación por las atenciones de un hombre tan atractivo y experimentado como el duque.

El caballero le ofreció su brazo y ambos salieron de la residencia de lord Carlisle, prestos a iniciar con aquel paseo.

 

En Green Park, satisfecha con su manso palafrén, Deborah paseaba junto al vivaz duque de Beaufort que intentaba sonsacarle por todos los medios, el motivo de su evidente malhumor. Si bien, había puesto todo de sí para responder a cada pregunta del caballero en un tono cordial, era consciente de que su esfuerzo no había sido suficiente y de su boca solo salían monosílabos que irritarían a cualquier compañía respetable.

—Debo conformarme con su silencio en esta ocasión… —musitó el duque, fingiendo desilusión.

—Disculpe, excelencia. No es mi intención que su mañana se torne tan aburrida en mi compañía; si desea que regresemos, no me ofenderé.

—No me siento aburrido en absoluto; más bien, desconcertado —respondió él—. Supongo que ha ocurrido algo bastante… penoso, para que una dama como usted no encuentre de lo más interesante una compañía como la mía.

El comentario arrogante del duque, dibujó una sonrisa en el rostro de Deborah.

—¿Siempre es así, excelencia? —Se atrevió a preguntar.

—¿Así cómo? —increpó con aparente indiferencia.

—No quiero ofenderlo, pero es la segunda vez que lo escucho hablar de usted mismo como… —Deborah buscó en su cabeza, la palabra más acertada para no ofender al hombre, pero no la encontró; solo le venía a la mente los términos arrogante, altanero, engreído, pero ninguna palabra similar que no sonase ofensiva para un caballero de la condición de Beaufort—. Olvídelo, excelencia. —Negó con la cabeza.

—¿Arrogante, altanero, engreído y orgulloso? —contestó él para su sorpresa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.