Al calor de un beso

CAPITULO 6

Edward subió a paso rápido los peldaños que conducían a la entrada principal de la mansión de los condes de Carlisle, y fue recibido por un Rupert bastante sorprendido, pues, hace tiempo no visitaba la residencia que antaño frecuentaba diariamente. Para ser exactos, pasaron tres años desde que volvía a pisar aquella casa. 

—Milord… —El mayordomo entornó los ojos al ver al conde de Harewood—. Sea bienvenido.

—Gracias, Rupert. —Le entregó su capa y sombrero al sirviente—. ¿Puede avisarle a milady, que deseo entrevistarme con ella? No le robaré mucho tiempo.

—Lo lamento, milord, pero milady no se encuentra —contestó el hombre mayor, bastante confundido, pues, todos sabían que el conde había evitado contacto con lady Deborah, por el enamoramiento que la susodicha le profesaba al joven caballero.

—Ah, comprendo… —musitó decepcionado—. Si no es problema, ¿podría esperarla?

—Bienvenido, lord Harewood. —La condesa de Carlisle apareció repentinamente y lo saludó con frialdad—. ¿Para qué desea ver a mi hija?

—Vengo a intercambiar unas palabras con ella —respondió honestamente, realizando una leve reverencia para saludar a lady Margaret—. No tardaré mucho.

—Mi hija no regresará pronto, pues apenas acaba de salir a dar un paseo. Me temo que perderá su valioso tiempo, lord Harewood.

Edward notó, por la sonrisa forzada que le propinaba la madre de Deborah, que la misma sentía cierto disgusto por su presencia en la casa y supuso que se debía a la conversación que mantuvo el día de ayer con su hija. No le sorprendía que Deborah le hubiese revelado lo acontecido a su madre, ya que siempre habían sido muy unidas.

Sin embargo, no le preocupaba demasiado el escrutinio severo que le propinaba la condesa, sino más bien, que la dama a quien buscaba no estuviera en casa. Contuvo su curiosidad de preguntar adónde había ido y con quién, porque no tenía derecho alguno de cuestionar los pasos de la muchacha.

—Le aseguro que no sería ninguna pérdida de tiempo, condesa —replicó Harewood, insistiendo en quedarse a esperar a la dama.

—Entonces, pase al salón, milord —dijo sin remedio la condesa de Carlisle—. Rupert, ordene que le sirvan el té al conde, y que preparen bastante, por favor, porque dudo que Deborah regrese pronto de su paseo —masculló, con la intención de molestar al caballero.

Lady Margaret Prescott, aunque adoraba al joven a quien vio crecer, estaba bastante molesta y no era para menos. Sara le había informado a detalle todo lo acontecido en la residencia de la condesa viuda de Dudley. Sabía que Deborah conversó con Edward y que ambos compartieron un beso que pudo arruinar todas las posibilidades de concretar un buen matrimonio para su hija, ya que, lord Harewood se atrevió descaradamente a comprometerla, para luego romper sus ilusiones. No le quedaban dudas de que había sido de ese modo; que ese beso fue solicitado por su hija y que era una especie de despedida entre ellos dos. Solo eso explicaba que su niña hubiera llegado tan triste, con los ojos hinchados y más tarde, en su habitación y el cobijo de la soledad, hubiera desahogado todo su dolor con el llanto. La había escuchado tras la puerta y fue a cuestionar a la doncella hasta sacarle el último pormenor de lo ocurrido durante su estadía en la residencia de aquella mujer. Además, terminó de convencerse cuando Deborah accedió a dar un paseo con el duque de Beaufort, sin protestas y sin el habitual discurso de que solamente se desposaría con el caballero que se había dedicado a huirle durante los últimos tres años.

A Lascelles no le pasó desapercibido el genio irritante de la condesa, por lo que, sin ánimos de empeorar su situación, solo se limitó a seguir al salón en silencio. Tomó asiento en uno de los sillones y agradeció a la criada que ingresó minutos después, con una tetera llena del líquido humeante y unas galletas.

En tanto aguardaba por la dama a quien fue a buscar, cayó en cuenta que no sabía ni siquiera qué le diría. No había pensado demasiado en las cosas, solo se había guiado por el impulso provocado por las palabras de su tía Amalia y el temor de que Deborah aceptase un compromiso, solo porque él había roto su promesa. No quería que ella tomara una decisión precipitada, guiada por la desilusión que él mismo había provocado.

Miró su reloj de faltriquera y resopló. Ella no llegaba y habían transcurrido tres cuartos de hora desde su aparición en Carlisle House. El té se había enfriado y tenía el estómago cerrado como para siquiera intentar probar una de aquellas galletas que recordaba, eran sus favoritas: de canela y miel.

Resignado con que se trataba de un téjeteme del destino, para que pusiera en primer lugar sus sentimientos en orden, se puso de pie y salió del salón. En la puerta, Rupert aguardaba por si al conde se le ofrecía algo.

—Milady no ha regresado… —musitó, observando al mayordomo—. ¿Ha salido con alguna amiga? —intentó sonsacar al viejo sirviente.

—No, milord. Ha salido con un pretendiente —respondió el hombre, siguiendo las instrucciones de lady Margaret para que dijese aquello, pero no revelase el nombre de la persona con quien salió su hija.

Aquellas palabras, sin saber el motivo, bastaron para dar rienda suelta a su ira y tardó varios minutos en sentirse lo bastante dueño de su voz como para cuestionarle a Rupert lo siguiente:




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