Al calor de un beso

CAPITULO 7

Deborah no le había mencionado nada a su madre, acerca de los pormenores de su paseo con el duque. Sin embargo, la condesa de Carlisle notó que su hija regresó más serena y animada de cuando se había marchado, y llegó a la conclusión de que su excelencia, ciertamente no dejaba que la hierba creciera bajo sus pies. Su hija estaba en un estado de vulnerabilidad y desilusión que hacia la situación más conveniente y fácil de manejar para el caballero.

A lady Margaret no le desagradaba la idea de tener a un duque como yerno, pero sabía que en el corazón no se mandaba y la única que sufriría en todo aquel meollo, sería su dulce niña. Ella amaba al despistado conde de Harewood, y estaba segura de que ese sentimiento jamás cambiaría, porque la conocía. Del mismo modo, también podía apostar a que le costaría unos cuantos desplantes a Edward, para que ella lo perdonase, si es que llegaba a hacerlo.

—Estoy segura de que Edward estará impaciente por hablar contigo, hija —dijo la condesa, en tanto llegaban a la puerta principal de la residencia de los Staunton para concurrir a la cena de compromiso de Meredith.

Deborah se mordió el labio inferior con disimulo. Su madre le había notificado sobre la presencia del conde en su casa, y de sus intenciones de conversar urgentemente con ella. Sin embargo, a ella no le interesaba seguir pensando en el caballero, porque la sola mención de su nombre le suponía un dolor indescriptible en el pecho. Además, estaba segura que solo quería cerciorarse de que no le mencionó a nadie, principalmente a sus padres, sobre la situación indecorosa de la que fueron protagonistas, llevados por su desilusión y la lástima que seguramente él sintió por ella.

Decidió que, para poder llevar a cabo sus intenciones de sacarlo de su cabeza y de su corazón, lo mejor que podía hacer de momento, era evitarlo en lo sucesivo como si fuera una plaga. Por tanto, fue una desgraciada casualidad que se encontrara con él ni bien dio unos pasos en el vestíbulo de aquella casa.

Reprimiendo unas enormes ganas de ignorarlo y seguir a sus padres después de que el conde los saludara y la dejaran en su compañía, Deborah presionó los labios, e hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para reposar su mano sobre la del caballero y caminar en dirección al salón, donde seguramente, la familia del conde de Northampton ya se encontraba.

—Luce esplendida, milady. —La halagó Edward y ella solo atinó a asentir.

La verdad, era que aquel vestido dorado pálido cuyo escote llamaba la atención por la pedrería fina bordada a su alrededor, cautivaría la atención de cualquier caballero y Harewood no había sido la excepción. Su cabello estaba recogido pulcramente en un rodete muy favorecedor, dejando ver su exquisito cuello que fue una tentación para Edward.

—Es muy amable, milord —respondió secamente, como si jamás hubiera sucedido nada entre ellos.

—Deborah —mencionó él, deteniendo los pasos de ambos antes de acercarse a la pequeña comitiva de damas y caballeros, que departía alegremente—. Necesito que conversemos sobre lo que ocurrió ayer. ¿Me concederías unos minutos a solas?

Para Deborah, escuchar aquellas palabras de su parte y que la tutease como si jamás hubiera pasado nada entre ellos, fue como una daga en el pecho. Como si aquella confianza y el lazo de amistad y cariño, no se hubieran roto gracias a su actitud y sus propias palabras.

¿Tanto le temía a las consecuencias de aquel beso, que deseaba conversar con ella para asegurarse de que no diría nada?

Un beso que, fue la única recompensa que recibió por esperarlo tanto tiempo, para después retractarse de sus propias palabras.

Lo miró por unos segundos, mientras aquella daga simulada se removía en su corazón latente que agonizaba con cada segundo en su compañía. Fue entonces, que se dijo a sí misma que, si bien le resultaba imposible cambiar los sentimientos que le guardaba de un día para otro, debía aprender a ser inmune a su cercanía y al dolor que le provocaba con su sola presencia. Debía convencerse lo tonta e ingenua que resultó, para hacerse a la idea de que el conde jamás la vería con ojos de amor.

Quería mofarse en su cara, simular que su persona no le afectaba, para al menos salvaguardar algo de la poca dignidad que él propio Harewood le había dejado, y así lo hizo; esbozó una sonrisa burlona y ladeó la cabeza para observarlo a los ojos.

—¿Qué ocurrió ayer, milord? —espetó con un brillo divertido en su mirada gris, ante la incredulidad reflejada en los iris del conde—. No se preocupe, lord Harewood. Le aseguro que, para mí, no ocurrió absolutamente nada entre usted y yo. Si me disculpa, debo saludar a mi prima. Después de todo, estamos aquí por nuestros amigos, ¿cierto? —miró la mano de Edward que seguía sosteniendo la suya y este la soltó despacio—. Que tenga una amena velada, milord —pronunció, por último, dejando solo al caballero para ir a saludar a los futuros esposos.

Durante toda la velada, a Deborah le había costado horrores mantener el temple que se había jurado mostrar ante Edward. Y estuvo a punto de sucumbir ante el embrujo de aquellos ojos fuliginosos y atormentados que la observaron de un modo atrapante, mientras terminaba de ejecutar una pieza en el piano, después de la incómoda cena con motivo del compromiso de Meredith y James Vernon.

Le había parecido que su tía Elizabeth no se sentía del todo a gusto, y que la conversación en la que lady Durham trataba de implicar a todos los invitados, era un poco forzosa. Sin embargo, tenía demasiadas cosas en la cabeza como para intentar descifrar qué había detrás de todo aquel compromiso tan urgido y con el que su prima no estaba para nada contenta, a pesar de que amaba con locura al señor Vernon.




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