Al-Madgral y el reloj del destino

Prólogo: El relojero

El relojero caminaba alrededor de su mesa de trabajo. La superficie estaba llena de herramientas y piezas varias, todo disperso sin orden alguno, dejando un espacio libre en el medio. Sus ojos castaños miraban con atención, sin detener su andar, un antiguo reloj de bolsillo, abierto y medio desarmado, cuyo color dorado opaco reflejaba la luz débil emanada por la solitaria lámpara que colgaba sobre él.

Si se miraba con detalle, podrían ser apreciados los intrincados relieves sobre el borde de la tapa, diseños hechos con cuidado, las líneas se entretejían hipnóticamente. Si se le observara por demasiado tiempo parecerían moverse y cobrar vida propia, mas el efecto se acabaría en cuanto la vista se apartara. Donde los relojes normales tenían números, este tenía una serie de símbolos desconocidos formados por líneas y puntos; en el centro, cuatro curvas parecidas a una media luna completan la extraña estampa. En vez de manecillas que se movieran entre los números, una esfera escarlata permanecía quieta en la mitad de los ejes. El relojero ya había visto como se movía entre los símbolos, sin sentido aparente, ni siquiera de la forma en que una manecilla lo haría.

El relojero no sabía cómo proceder. Intentó desarmarlo como a un reloj cualquiera, pero no pudo hacer más que abrir la tapa y quitar el vidrio protector. Sus instrumentos habían sido inútiles para tratar de separar la pantalla, estaba adherido con una magia superior a sus propios hechizos, no encontró brecha alguna en la barrera que lo cuidaba, no cedía ante la persuasión como los demás.

El vidrio, otro misterio. En cuanto lo quitó, tras muchos hechizos ya olvidados en su también olvidado oficio, y lo depositó sobre el portacristales, se derritió y formó una esfera de apariencia líquida, con suaves ondulaciones recorriendo su superficie. Ahora descansaba junto al reloj. Si los alejaba, lo que antes fue vidrio emitía un sonido agudo y desgarrador, dejando atrás las ondas para pasar a vibrar con inusitada furia.

El hombre paró su caminar justo bajo la lámpara, proyectando su sombra sobre el exótico reloj. La esfera roja se veía ahora color sangre. Casi viva.

El silencio era imperturbable, solo mancillado por el latir constante de los numerosos relojes repartidos por la habitación. El relojero estaría relajado si no supiera de la presencia de los Frth apostados fuera, en la puerta. Si se concentraba, podía oír sus respiraciones quietas, entrenados como estaban para ser cuál sombra de su escoltado. Sabía que solo era su paranoia hablando. Suspiró, revolviendo su largo y alborotado cabello violáceo entrecano, antes cuidadosamente atado en una coleta baja. Sus ojos se veían cansados, al relojero se le agotaba el tiempo.

La escasa ventaja que le tenía a sus captores estaba perdiendo validez con el pasar de los soris. Kyridion el Má-Asra-Saíh no podía seguir mintiéndose. Estaba tan claro como los Glaciares de Vapraón lo que debía hacer, pero el sentimentalismo lo cegó, ahora el pronto riesgo le hizo aceptarlo. Fue sencillo el percatarse de que la mayor leyenda de los Asra-Saíh era cierta. Algo en el mítico reloj, en la profundamente poderosa magia que lo rodeaba desde su mismo centro, le mostró a la suya propia la verdad de su naturaleza. El reloj del destino del Al-Madgral, Rasaíh, cuya aparición fue avisada hace sesenta yoérs, bajo la luz etérea de la aurora de Alki-Asraé durante un Zlév-yar especialmente duro. Kyridion lo recordaba con total claridad, así como también la epifanía fulminante que la diosa Griú le reveló, el conocimiento se abrió paso en su mente sin que nada lo detuviera. Fue entonces cuando tomó a Falryon del Cónclave consigo, huyeron para el cambio de Alki, cuando los Asra-Fvrí no tenían tanto poder. Recordó el temor en los ojos claros del niño, el férreo agarre que sus dedos delgados tenían sobre sus propias manos callosas, la fe inamovible que no lo abandonó nunca durante esos cincuenta yoérs que pasaron juntos, antes de que otro aviso de la diosa le dijera que era tiempo de separar sus caminos.

Cerró sus ojos. Los designios de Griú pocas veces eran entendibles, pero siempre eran claros. Nuevamente pasó las manos por su melena. Esperaba con sinceridad que su joven aprendiz se haya dejado guiar por la intuición que todo Asra-Saíh poseía. Miró su reloj de muñeca, los hashes pasaban rápido.

El aullido característico de Fandra, su fiel lokh, se oyó claramente a través de las instalaciones. Al instante escuchó el murmuro inquieto de los Frth, era de conocimiento popular el mal augurio que significaba el aullido de un lokh, generado más bien por la preferencia de estos hópets por los Asra, cuando los Nen-Asra iban a recoger el cuerpo de un muerto para los ritos funerarios se les veía acompañados por lokhes, lo que creó esta superstición. Kyridion sonrió. Los Asra-Zléz no podían estar muy lejos, habían seguido al Cónclave en cuanto este le capturó para que descifrara el funcionamiento del Rasaíh. Pero, como siempre, los Má-Asra del Cónclave fueron demasiado confiados, soberbios, se creían superiores a sus contrarios Zléz, los subestimaron y así firmaron su propia sentencia.




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