Al-Madgral y el reloj del destino

Capítulo 3: El vendedor y el comerciante

Los ojos ágiles del comerciante se movían, codiciosos, entre la amplia variedad de pociones expuestas. El calor de Sakirá penetraba por sus lujosos ropajes, una capa de sudor se formó sobre su bigote espeso y de un color rojizo brillante que contrastaba con furia con su piel morena. Tras sus extensos yoérs como comerciante podía alardear su capacidad de reconocer pociones valiosas una vez las veía, así como de reconocer con facilidad las copias que los falsos Asra-Yro podían ofrecer con descaro. Algo en la mirada, en los gestos de los vendedores, revelaba su real procedencia, los Asra-Yro tenían una elegancia y delicadeza innata en sus movimientos, probablemente adquirida a la fuerza durante el aprendizaje de su oficio; es sabido por todos la exactitud necesaria para la elaboración de pociones, el riesgo durante esto aumentaba de forma exponencial ante el más mínimo error, sobre todo cuando no es una poción cualquiera. Y Taj-Rahó de Eckrokantos Derr, el mayor Wrezer del país, pudo oler desde el principio que el joven frente a él no era sino un Nen-Asra-Yro, pues no solo contaba con las señales de los pocionistas, sino que esa mirada escurridiza, la sonrisa que escondía un secreto, las manos hábiles que se movían no muy lejos de la cadena en su cintura, es probable que rozaran una daga o quizás unos dardos. Sí, Taj-Rahó sabía que acudió al puesto indicado. El comerciante le hizo una seña a su sirviente, para que detuviera el carro que lo llevaba. Bajó de sus almohadones y se enfrentó al vendedor.

—Pareces bastante joven, Asra-Yro —saludó Taj-Rahó, mirando con atención al chico, buscando sus ojos—, ¿qué me asegura que tus pociones son efectivas?

El muchacho soltó una risa suave, su mano subió a su cara y rascó distraídamente una cicatriz que le atravesaba el puente de la nariz, desde un pómulo al otro. Taj-Rahó no era tan ingenuo como para no ver la velada amenaza en el gesto. Él terminó peor, fue lo que no dijo el joven. Sus ojos se encontraron y le ofreció una sonrisa que no enseñaba dientes.

—Podemos decirle a su paje que las pruebe, masar, pero no prometo que seamos tan rápidos como para revertirlo —respondió. Tenía una voz sedosa, engañosa.

El comerciante sonrió, pensando la alternativa. Nadie diría nada en esos caminos perdidos, menos aún sobre la vida de un sirviente. Le echó una mirada al chico que conducía el carro. Soltó una risotada confiada.

—No, necesito que siga conduciendo —replicó, se acercó más al puesto y admiró un par de los coloridos frascos expuestos—. Asumo que tienes Lágrimas de vaprón, ¿no, Nen-Asra-Yro?

Todo lo que recibió de vuelta, fue un asentimiento. Era lo que necesitaba saber. Sin embargo, Taj-Rahó quería una prueba.

—Yori, ven aquí —llamó, mirando a su sirviente. El joven bajó rápido y se acercó con premura, era conocida la impaciencia del comerciante—. Me has servido bien, pero tu vida vale menos que mi tiempo.

Tomó entonces el frasco naranjo traslúcido. Como esperaba, lo sintió tan frío que lo quemó al instante, pues era conocido por ser elaborado a partir de una planta crecida en los acantilados de Vapraón, se decía que creció de los cadáveres de los últimos vaprones. Era un veneno caro y difícil de conseguir, las copias abundaban, aunque no eran tan irreconocibles, pues ninguna podía imitar el escalofrío mágico que se esparcía desde el lugar que fue quemado por su frío, tampoco la sensación de angustia y los gritos que se escuchaban a lo lejos, apenas se entraba en contacto con su contenedor. Aquel que fuera envenenado por las lágrimas de vaprón, se vería muerto en ashes, pues congelaba de forma instantánea el centro del corazón de su víctima, así como el de su cerebro. Esta muerte no tenía forma de ser comprobada que no fuera abrir el cadáver hasta los órganos afectados; se podía culpar a un infarto repentino y nadie dudaría de ello.

Taj-Rahó llamó a su sirviente con un movimiento de cabeza, este se acercó con premura. Abrió el frasco y, con un gotero, tomó la muestra mínima. El muchacho, alzó la cabeza de forma sumisa y abrió la boca, preparado para su muerte. El comerciante, sin dejar de mirar al vendedor, acercó el gotario hasta la boca de su víctima, hasta que estaba a nada de dejar caer el veneno. Fue entonces que retiró la mano y devolvió las gotas a su lugar. Un comerciante tan experimentado como Taj-Rahó, sabía que los vendedores que ofrecían productos falsos, entraban en pánico de forma disimulada cuando sus venenos iban a ser probados frente a ellos. Era sabido por todos el castigo a los falsos Asra-Yro o Nen-Asra-Yro: decapitamiento.

El joven frente a él, por otro lado, se mantuvo en perfecta calma en todo momento, sus signos vitales no fueron alterados ni hubo nervio en su expresión, entonces Taj-Rahó podía decir con seguridad que su mercancía no era falsificada.

Se carcajeó una vez más, golpeando con su ancha mano entre los omoplatos de su sirviente, quién lo miró con tranquilidad. En ningún momento pensó en rehusarse, pues su vida y el tiempo de esta, le pertenecían por completo a Taj-Rahó, quién le manejaba. Su existencia no tenía, sino el valor que su dueño le daba.




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