—Eso es. Mírate una vez más.
Parpadeo y mis pestañas cargadas de rímel negro suben y bajan con cierta coquetería.
Estoy parada frente al espejo de cuerpo entero que decora uno de los rincones del cuarto de Meredith. Llevamos casi dos horas y media encerradas en él, después de haber llegado de las estresantes, positivas y maravillosas compras.
Todavía me estoy preguntando el porqué accedí a vestirme en su dormitorio, como si mi arreglo personal fuese un secreto de estado. Efectivamente me pregunto eso y también, porqué demonios Mer continúa empolvándome las mejillas con rubor.
—¡No quiero parecer una muñeca disfrazada de carnaval! —rechisto frunciendo la nariz, observándola a través del espejo.
—¡Calla, niñita! —me reprende sin detener su tarea—. No tienes ni idea de lo que implica una cena a la que asistirás con vestido largo, ¿no?
Enarco una ceja y conteniendo las ganas de burlarme, pregunto —¿Matrimonio? Porque a decir verdad, de la forma en que elaboras mi máscara de maquillaje, es lo único que consigo pensar. Que Rashid me propondrá matrimonio y por cierto eso es algo bastante alejado de la realidad.
Ella bufa y cerrando la petaca de colorete, vuelve al ataque con una barra de labial a tono con el color ciruela de mi vestido.
—¡Pero qué bruta eres a veces! —gruñe, tomándome suavemente el mentón para fijar el labial sin errores, en mi boca—. Un vestido como éste que traes puesto, implica el cuidar cada detalle. El cabello bien peinado —explica—. Los zapatos adecuados; o inclusive un tono de sombra que vaya acorde a la vestimenta. Es una cena romántica —enfatiza—. Una velada que conociendo a Rashid, hará honores a las épicas escenas de películas cliché donde se te bajan hasta los calzones.
Meredith da por terminado el trabajo y, esbozo una sonrisa. Me levanto de la banca en que permanecí sentada mientras me peinó y maquilló, y al tiempo que paso mis manos por la suave tela a la altura de la cadera, mirándola inquisitiva, curioseo —¿Cómo sabes eso?
—¡Ay, Nicci, lo conozco! —exclama con obviedad—. ¡Como si lo hubiera parido! Es un romanticón, aunque no lo parezca.
—¡Anda dime la verdad! —insisto, dando cortos y tambaleantes pasos hacia adelante, dónde encima del tocador se encuentra el perfume con notas de orquídeas negras y vainilla, que voy a usar—. Dime, ¿a cuántas tuviste que arreglar para que Rashid llevara a cenar? —intentando ocultar la molestia que me produce sólo imaginar semejante situación, simulo diversión y añado—. Varias. Estoy segura.
Su semblante se torna serio de pronto y acercándose a mí, me acomoda los bucles perfectamente elaborados, que caen como una cascada por mi espalda.
—Conmigo no tienes porqué fingir —dicta—, ni hacerte la superada, o la auto suficiente. En primer lugar, Rashid jamás, pero jamás, ha traído a una chica a ésta casa. Sinceramente nunca le conocí muchacha alguna desde que se desarrolló. Siempre fue muy centrado en sus estudios. Ahora, desconozco su vida amorosa o sexual, tras su partida de Arabia.
—¡Era un Don Juan! —bufo, pulverizando mi cuello con el perfume delicioso, girando sobre mis talones y cuidando de no caerme al piso, con los tacones negros, incómodos y altísimos que traigo puestos—. Estoy segura que era un Don Juan. Un mujeriego. Un idiota que se acostaba con todas.
—¡Nicci! —exclama Meredith, sujetándome del brazo con delicadeza para evitar que me vaya de bruces contra el piso y también, para ayudarme a coger práctica con un calzado que hace tiempo ya, me deshabitué a usar.
—¡Qué! —susurro.
—¡Te pones celosa por algo que tú imaginas! —declara— Y para colmo que si ocurrió, pues ocurrió en el pasado.
Levanto mi mano derecha en dirección a ella e inmediatamente se calla —Tranquila fiera; no me pongo celosa por algo que imagino, porque no lo estoy imaginando. Es obvio que Rashid era un hombre mujeriego. O por lo menos, acostumbrado a saciar sus necesidades fisiológicas en el instante que se le diera la gana.
—¡Ay no! —se lamenta, tocándose el puente de la nariz.
—¡Claro! —asevero triunfante, como una auténtica mujer desquiciada—. Vas ocho años de tu vida enamorándote platónicamente de una chica seis años menor, pero me dices entonces que pasas ocho años de tu vida sin sexo. ¡Sin sexo! —largo una carcajada y agrego—. Okey, me corrijo, tal vez no era mujeriego, pero sí un hombre que no se privó de disfrutar del sexo. ¡Es mi palabra final y estoy convencida!
Los ojos de Meredith se abren y niega —Tú tienes veinte y sin embargo eres virgen —replica con severidad—. Muchos, en otras circunstancias u otro país, pondrían en tela de juicio que una chica de veinte, en el siglo veintuno se mantenga virgen. Tú no debes andar por la vida prejuzgando. No si hay una posibilidad de saciar tus dudas, justamente accediendo a la fuente de la información.
Recorro en círculos el centro de su extensa alcoba; una alcoba cuyas paredes color mostaza cargan decenas de cuadros, al igual que la incalculable cantidad de fotografías que decoran el mobiliario; y me cruzo de brazos cerca del umbral.