Agacho la cabeza y completamente sonrojada me concentro en apreciar la manera en que nuestros dedos se entrelazan. Los míos son pequeños, algo pálidos en comparación a los grandes de Rashid, cuya piel es trigueña, como si permanentemente los rayos del sol estuviesen bronceándolo.
—Es increíble —balbuceo, con timidez.
—¿Qué es increíble? —pregunta acercándose a mí, tanto que percibo su aliento en mi mejilla.
—Cuán arrepentida estoy, eso es lo increíble. Arrepentida de haberme perdido un hombre como tú, durante tantos años —alzo poco a poco la mirada y me animo a observarlo; a dejar que me desnude el alma con sus brillantes ojos, color azabache—. Sé que no es el momento de decirlo pero, ¿qué mujer en el mundo no se moriría de ganas de conocer a alguien como tú?
Chasquea la lengua y con discreción, su boca empieza a besar mi mentón, asciende por la mejilla y se detiene en la comisura de mis labios.
—A mí no me interesa ninguna mujer allá afuera —ronronea con su boca casi sobre la mía—. Y respondiendo a esa interesante pregunta, las mujeres en el mundo no me van ni me vienen si aquí, cohibida, preciosa, y encantadora está la que no me deja pensar en nada más que sus ojos, su boca, su cuerpo, o su risa. Porque amo tu risa, Nicci —declara, y un beso suave, cálido, delicado silencia las palabras, y estremeciéndome ante la sensación placentera que me embarga, su lengua aborda la mía.
Con inexperiencia, lentamente acaricio su rostro a medida que el beso se enciende, se profundiza, se vuelve peligroso y adictivo.
Poco importa ya el que estemos en un lugar público; y tampoco razonamos si es que hay o no prohibiciones o reglas; nos estamos dejando llevar y me encanta. Me encanta que su mano sujete mi cadera y me acerque a él; que mis dedos toquen su nuca y el cabello que se mantiene húmedo. Me fascinan sus labios carnosos tomando los míos con una habilidad espectacular. Hasta me gusta sentir que pierdo el aliento, que mi respiración se agita como un océano embravecido en plena tormenta, que mi estómago se vuelve loco con esas mariposas revoloteando por doquier, que la pasión me inunda en un simple parpadeo, y que todo lo que despierta en mí genera caos, un inmenso caos que me agrada.
Cautelosamente y con un dejo de molestia, Rashid cesa la intensidad y fogosidad del contacto y se separa de mí unos centímetros. Sus ojos brillan como nunca. Parecen más oscuros que de costumbre, y la vena que atraviesa su cuello, ahora luce más azulada que siempre.
—Te deseo —dice entrecortado—. Te deseo, Nicci. Te amo, pero te deseo en mi cama. Lo siento si soy bruto al decirlo de esa manera, pero me tienes enloquecido.
Trago saliva varias en cuestión de segundos y proceso sus palabras. Palabras que en cualquiera sonarían vulgares u ordinarias, en Rashid disparan el fuego en mi interior hasta las nubes. Indudablemente, hoy admito que no existe nada más sexy que un hombre que sabe cuándo ser vulgar, y cuándo ser un caballero.
—Entonces estamos perdiendo el tiempo —musito en un arrebato de valentía. Valentía motivada por la pasión desenfrenada que semejante beso desencadenó en mí—. Porque yo quiero lo mismo —hago una pausa, al notar que el mozo se acerca con nuestros platillos.
—Pasta con salsa de tomates y albóndigas, y dos Amaretto River —nos informa con profesionalismo, colocándonos delante dos platos circulares dónde el espagueti, la salsa, y los bollos que desprenden un aroma glorioso, se presentan en un arreglo propio de la cocina gourmet—. Buen provecho —se despide luego de entregarnos cubiertos y los vasos de cóctel.
Sin permitirnos siquiera agradecer, nuevamente, en medio del murmullo que reina en el lugar Rashid y yo quedamos a solas.
—¡No me gustaría que creas, que me aprovecho de ti! —suelta en un gruñido, congelando automáticamente el fuego de momentos atrás.
—¿De mí? —pregunto sorprendida agarrando el tenedor, hundiéndolo en el mar de pasta—. ¿Por que soy tu huésped? —veo que con torpeza se dispone a cortar su albóndiga, y antes de que lo haga pongo el cubierto en la orilla del plato y sujeto su quijada—. ¿Por eso te fuiste de mi cuarto aquella vez? —escupo con seriedad—. Quisiste ir por más, llegaste a más y, ¿la conciencia te pesó en el último instante?
—¡No! —se defiende—. Pero de ninguna manera...
—Yo tengo el poder de elegir sobre mi cuerpo y mis acciones —le interrumpo—. Si te permito entrar a mi cuarto, quitarme la ropa y acariciarme como aquella noche, es porque estoy segura de lo que quiero.
Una media sonrisa traviesa surca su rostro y enseñándome su hilera de dientes blancos, niega —Me ha costado la cordura, Nicci. La cordura, para no cometer errores que puedan dañarnos a los dos. Sin embargo, me vuelvo loco todas las noches fantaseando con verte desnuda —baja la voz y olvidándose de que la comida podría estar enfriándose, a medida que nuestros cuerpos se calientan, agrega—, y gimiendo mi nombre.
Como acto reflejo a su insinuación aprieto las piernas, y asumiendo que ésto se está saliendo de control, río. Río para no lanzármele encima, y hacer un verdadero escándalo.