—No —susurro, dejándole la piel de mi cuello a su entera merced—. No quiero que te vayas de éste cuarto —inclino ligeramente la cabeza hacia un costado y le posibilito a sus besos descender desde el mentón, a la clavícula—. Quiero que te quedes conmigo —suavemente acaricio su nuca y la presión de su cuerpo aumenta. Estoy cada vez más aprisionada. Aprisionada entre sus músculos, la pared, la excitación que se encendió en mi interior como una chispa a la dinamita, y las ganas; las enormes ganas de probar más.
—Me voy a quedar contigo —ronronea en un timbre vocal tan bajo que es casi inaudible—. Me voy a quedar contigo, y te voy a mostrar lo mucho que te amo.
Cierro mis ojos y disfrutando de la electricidad que se adueña de mi sistema, me dejo tocar. Me dejo acariciar por sus manos traviesas. Por sus dedos expertos que van rozando mis hombros con delicadeza, hasta llegar a mis muñecas.
—Me... Gustan tus... Caricias —musito ahogando un suspiro, cuándo de mis muñecas pasa a mi cadera, a mis muslos enfundados en el vestido color ciruela, y a todo mi abdomen.
—Te prometo que te van a encantar, cada una de mis caricias —dice mordiéndome sensualmente el hombro, en tanto su lengua tibia empieza a hacer de las suyas, subiendo sigilosamente por el contorno de mi escote, y apoderándose de mi boca, que lo recibe con gusto, con pasión, con deseo.
Sus labios se mueven con una lentitud torturadora sobre los míos, pero me fascina, disfruto mucho más del beso. Un beso con notas de menta, y los dos últimos Amaretto que pidió en el restaurante. Su lengua me invade, me domina, me prueba, me degusta, me devora y yo me dejo hacer. Me rindo y le permito ser mi guía, que me enseñe cuán erótico y excitante puede resultar un beso.
Mi respiración se acelera en el instante que las distancias entre ambos se destrozan y percibo su entrepierna en mis muslos.
Los latidos se multiplican cuándo la mano derecha, cuya palma es enorme, acuna mi trasero y lo aprieta de una manera sexy, que me calienta, que poco a poco me lleva a ir perdiendo la cordura.
Su torso se pega al mío, su boca me atrapa, no hay atisbo de que pretenda liberarme, y aunque todavía nos encontramos completamente vestidos, el calor que emana de nuestros cuerpos, sobrepasa la tela, quema el oxígeno, e incendia el ambiente.
Instintivamente mis dedos se aventuran a juguetear con sus brazos, y mis uñas arañan con suavidad su piel a la altura del pecho, allí dónde los dos primeros botones de su camisa están desprendidos.
—Rashid —jadeo—. Rashid...
Con parsimonia se separa de mí algunos centímetros y me mira. Nos hemos adaptado perfectamente a la penumbra del dormitorio, nos vemos las caras sin necesidad de lámparas; y en la del magnate se refleja auténtico deseo. El mismo deseo que me posee de pies a cabeza.
—¿Acaso... Te arrepentiste? —dice agitado; rozando su pulgar por mi frente, mi mejilla y deteniéndose finalmente, en mi nuca—. Porque... —sus dedos se hunden en mi cabello y acercándome a su rostro, de manera tal que su aliento golpea mis facciones, concluye— Estoy muriéndome de ganas de hacerte el amor en esa cama, cariño.
El rubor tiñe mis mejillas y pese a que no tengo un espejo delante para confirmarlo, el calor que siento es un claro indicio.
Sencillamente, éste hombre es puro fuego. Será el primero en mi intimidad y juro por Dios que me terminará quemando. A la mañana cuándo despierte, sólo habrán brasas de Nicci Leombardi.
—No... —balbuceo, producto de la intensidad con que sus ojos me observan—. Sólo dame... Dame cinco minutos, por favor.
Una media sonrisa pícara surca sus facciones viriles, y alejándose, extiende sus brazos en mi dirección —Cinco minutos y todo lo que quieras.
Sonrojada, nerviosa, excitada, y vulgarmente dicho, caliente; en puntas de pie troto hacia el baño. Abro la puerta, prendo la luz y paso seguro a la entrada.
Inhalo y exhalo varias, incontables veces, y llenando de oxígeno mis pulmones, me paro delante del amplio espejo. Mi cabello luce salvaje, con volumen, desarreglado, increíblemente fabuloso. Mis orbes brillan. La tonalidad verde de mis retinas resplandecen como esmeraldas. Mis mejillas están ruborizadas y es una sonrisita tonta lo que me devuelve el reflejo.
—Bien —murmuro, abriendo el grifo del lavabo, al mismo tiempo que el del bidet—. Tenemos cinco minutos, Nicci —me converso, agarrando el cepillo dental y embetunándolo en dentrífico.
Lavo mis dientes, me empapo el rostro con agua fría, y con timidez, cohibida, muerta de la expectación, me aseo rápidamente.
No soy una experta Afrodita en cuestiones de relaciones sexuales, pero si ésta va a ser mi primera vez, independientemente de mi torpeza e inexperiencia, necesito que todo dentro de lo posible salga perfecto.
Yo, necesito estar perfecta para él.
Absolutamente desnuda, abro el cajón de madera ubicado debajo del lavabo y extraigo un conjunto de lencería color ciruela. Lo elegí cuándo fuimos de compras; a escondidas de Meredith.
Con sumo cuidado agarro las bragas de encaje, las deslizo por mis piernas, y evito ponerme el sostén; no quiero usar sostén.
Vuelvo a colocarme el vestido, pero ésta ocasión, sin subirle el cierre.
Me ojeo en el espejo antes de salir y encomendándome a la santa virgen, abandono el baño.
El tirante del diseño de Louis Vuitton baja por mi hombro y es algo de lo que inmediatamente Rashid se percata, tras verme cruzar el umbral.
Se ha quitado la chaqueta y la camisa, y eso aumenta la tensión sexual que embarga el ambiente.
Inclusive encendió la lámpara de la mesilla de luz, y para apaciguar los nervios también, puso en un volumen casi imperceptible melodías suaves, intensas; personalmente, a mi entender melodías cargadas de sensualidad.
—Habibi —dice en un tono de voz grave y estremecedor—... Creo que se te está cayendo el vestido —su pecho sube y baja, y a medida que, a paso seguro se aproxima a mí, voy visualizando cada uno de sus tatuajes. Tatuajes que a él, lo hacen ver el doble de atrayente, cautivador, y sexy.